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“RENACER” O NACER DE OTRA MANERA

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Es habitual que las sociedades civiles se preocupen por conocer la vida de las personas, desde principio a fin, cuando las considera célebres, ilustres o importantes. Pone encima de la mesa preguntas tales como "dónde, cuándo, cómo, por qué, etc.", con el propósito de indagar o esclarecer los aspectos más importantes de sus vidas. También se hace lo mismo en el campo de las religiones, como han sido, entre otros, el caso de Buda y Mahoma, por citar algunos de los más relevantes. Ni que decir tiene que, en este sentido, Jesús de Nazaret se ha venido llevando la palma desde hace veinte siglos, diecisiete para ser más exactos, en el mundo occidental de manera especial.

Primero los evangelistas, Lucas principalmente, y después la Iglesia a través de los siglos, se han ocupado de presentarnos aspectos importantes de la vida de Jesús. Si bien es verdad que los primeros no pretendieron ofrecer historia, sino catequesis sobre sus orígenes mesiánicos y su misión salvadora; no fue así el caso de los cristianos que, a través de los siglos, fueron dando valor histórico a lo narrado en los evangelios. En el caso de la pasión y muerte fomentaron, y de qué manera, sentimientos de culpa por parte de la propia persona y de compasión a la vez hacia el crucificado. Las procesiones de Semana Santa son la mejor muestra. De igual manera, la narración de la infancia de Jesús, su nacimiento principalmente, imbuyeron en la gente desde muy temprano sentimientos de profunda ternura hacia un Dios, hecho niño, que se hace presente a través de una humanidad débil y necesitada. En este caso fueron los belenes, montados en iglesias, conventos, casas particulares y en plazas y calles incluso, los que nos lo fueron mostrando de manera más que palpable.

En general, excepto en el caso de algunas personas y de pequeños grupos, todo quedó, en ambos casos, en puro sentimiento, cuando no sentimentalismo, muy lejos de las llamadas a la conversión y al cambio profundo que Jesús exigirá durante su vida pública, de manera insistente, a quienes pedían seguirlo. Sus palabras referidas a la necesidad de renunciar y morir para poder dar fruto (“Si el grano que cae en tierra no muere…”) sonaban a comparaciones de una belleza poética sin parangón, pero nada más. Incluso sus más íntimos llegaron a decirle “Duras son estas palabras”. Aun así y a pesar de los consiguientes abandonos, Él nunca se arremedó ni bajó las exigencias.

De hecho en la conversación que mantuvo con Nicodemo no se salió por la tangente ni se fue por las ramas “En verdad, en verdad te digo que el que no nace de nuevo no puede ver el reino de Dios” (Ju 3,3). Jesús, como bien sabemos, se refería al otro nacimiento que no entiende de lugares, de tiempos ni de otras anécdotas que a la postre no inciden para nada en la plenitud de uno mismo ni en la felicidad de los demás. Jesús se refería al cómo, o lo que es lo mismo, a nacer de otra manera. Esa manera, precisamente, que acostumbra a molestar demasiado a propios y a ajenos, razón por la cual no dudamos, ya desde los comienzos, en aplicarla todos los eximentes posibles con tal de que dejase de incomodarnos y complicarnos la vida. Era y sigue siendo mucho más atractivo, qué duda cabe, un cielo con angelitos revoloteando que proclaman por doquier paz, que denunciar la injusticia de cerca y de lejos como la causante de tanta destrucción material y eliminación de vidas. Cómo no va a ser mucho más enternecedor contemplar a un recién nacido, postrado en un pesebre, mientras lo lamen el buey y la mula, que tener que arremangarse con la acción y la palabra para evitar desahucios, por ejemplo, o cualquier otro tipo de atropello. “Renacer” o lo que es lo mismo, desmontar todo un tinglado de estructuras religiosas, que no evangélicas, es harina de otro costal que conviene dejar aparcado para tiempos mejores. Ahora es tiempo de conformarse con el nacimiento, el propio y el ajeno, y agradecer de palabra, para qué más, que Dios se haya encarnado en un recién nacido. Proponiéndonos ser buenos, claro está, con los de cerca y los de lejos, por un tiempo al menos. Dejemos el “renacer” para tiempos mejores. Cantemos ahora esos cantos celestiales que tanto nos enternecen, mientras confraternizamos alrededor de la mesa con familiares y amigos. Y mañana, Dios dirá. Ya le agradeceremos, si acaso, todo lo que Él nos da, a la vez que le pediremos que se lo dé también a quienes lo puedan estar necesitando.

Y, cómo no, que siga naciendo como hasta ahora. ¿Acaso no es bonito? ¿Para qué cambiar las cosas? Dejemos eso del “renacer”, o nacer de otra manera, para ocasiones más propicias.

 

Juan Zapatero Ballesteros

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