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23-J: CRISTIANISMO Y ELECCIONES

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Históricamente las alianzas entre el trono y el altar han dado funestos resultados. Recordemos, como botón de muestra, el nacional-catolicismo que tuvimos que sufrir durante décadas en la dictatura franquista como si de una mala peste se tratara. En consecuencia, no cabe construir, salvo que se recaiga en el ámbito del fundamentalismo, una alianza o identificación entre política y religión.

Ni se puede afirmar, sin cometer un tremendo dislate, que desde determinada confesión religiosa se esté obligado, en conciencia, a votar a un único partido político. En las democracias parlamentarias donde el pluralismo está garantizado, como es nuestro caso, es perfectamente legítimo para un creyente optar entre los distintos partidos que forman el abanico que se abre desde la izquierda al centro e incluso hasta la derecha.

Hay, sin embargo, algunas líneas rojas que no se deberían traspasar si no se quiere entrar en abierta contradicción entre nuestra manera de pensar y actuar. Me referiré fundamentalmente al cristianismo dado que, en nuestro país, somos la inmensa mayoría culturalmente cristianos (con independencia de nuestra confesionalidad o de nuestra participación en ritos y cultos). Y lo haré desde el cristianismo al que me siento vinculado intelectual y afectivamente: aquel que hunde sus raíces en el Jesús histórico y no en el constructo cristológico paulino-eclesiástico del catolicismo oficial.

Cuando volvemos los ojos a la vida (palabras y hechos) de aquel judío disidente y rebelde del siglo I que fue crucificado por sedicioso y por cuestionar la religiosidad tradicional, observamos un proyecto humanizador que implicaba un compromiso político liberador y antiimperialista. Recientes investigaciones sobre la figura de Jesús como las del profesor Richard A. Horsley (Universidad de Massachusetts, Boston) o las del teólogo Juan José Tamayo (Universidad Carlos III de Madrid) ponen de relieve este aspecto del galileo que no podemos pasar por alto desde una postura de honradez intelectual. Hoy no nos movemos con la convicción de que sea preciso creer para comprender (como pensaba San Anselmo de Canterbury en el siglo XI), sino que necesitamos comprender para creer. Para poder creer de manera sólida y fundamentada y así dinamizar un proyecto que sea a la vez vivo y vivificante.

Recordemos que, en el aspecto político, la Judea en la que vivió Jesús había sido conquistada en el 62 a.C. por las tropas del general romano Pompeyo y que el Imperio ejercía un oprobioso régimen de sometimiento y exacción de impuestos. Socialmente había unas tremendas desigualdades económicas sin que ninguna clase media pudiera ejercer de colchón amortiguador. En este contexto la acción humanizadora de Jesús se dirige preferentemente a todos los marginados (campesinos empobrecidos, viudas desatendidas, prostitutas despreciadas, enfermos apartados como apestados…) y a la vez contra el Imperio romano alentando a no pagar los tributos usurarios y proponiendo un estilo de vida basado en una fraternidad que rompía de facto la perversa dinámica dominador-dominado propia de los conquistadores.

desde esta observación del Jesús histórico se coligen algunas claves de discernimiento que pudieran ser de aplicación cuando reflexionamos sobre la orientación de nuestro voto en unas elecciones que pueden significar un salto adelante, hacia un futuro más esperanzador; o un paso atrás, un salto regresivo a prácticas políticas de un obscurantismo que creíamos superado. De modo que entran en flagrante contradicción quienes se digan católicos, cristianos o seguidores de Jesús y voten a partidos que propongan recortes para los más desfavorecidos (el papa Francisco los llama “descartados”); o defiendan el poder omnímodo y ambicioso de las élites adineradas; o estén por la labor de cerrar fronteras y expulsar a los migrantes ya establecidos; o nieguen los peligros que implica el cambio climático; o no trabajen por la dignidad de la mujer, por la igual de género, por la integración de los sexualmente diferentes; o no se esfuercen por alcanzar una paz social que solo se alcanzará mediante la justicia social; o no apuesten unos servicios sanitarios y educativos con la debida calidad y accesibilidad para todo el mundo; o propongan la derogación de conquistas sociales ya alcanzadas y aun alienten políticas que vulneren los derechos humanos fundamentales y universalizables.

Ser cristiano hoy no puede significar otra cosa que trabajar por una fraternidad universal más allá del lugar de nacimiento, del color de la piel, de la condición sexual, del credo político o religioso… No se puede enarbolar bandera más hermosa que la de la fraternidad ni considerar nada más sagrado que la dignidad humana. Hacer una apuesta por humanizar este despiadado sistema neoliberal en el que nos movemos no es algo distinto a lo que Jesús invitaba: buscar el reino de Dios y su justicia.

Alguien me podrá decir: no hay por qué ser cristiano para defender lo que aquí propones. Y entonces le contestaré: tienes toda la razón. Y es que los que apostamos por un cristianismo laico y humanista no vemos diferencia alguna entre ser radicalmente humano y radicalmente cristiano. Es más, pensamos que no hay otro modo de ser cristiano.

Dejo aquí al lector, para su ulterior reflexión, la pregunta de hondo calado que, mutatis mutandis, se hace David Grossman (escritor judío uno de cuyos hijos mató un proyectil de Hezbolá en la guerra del Líbano) en un reciente artículo refiriéndose a la mayoritaria indiferencia de los israelíes ante la ocupación del pueblo palestino y sus tierras: “¿Cómo es posible que quienes creen que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza pisoteen esa imagen?”

 

Pedro Miguel Ansó Esarte, Exprofesor de Humanidades

Religión Digital

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