A PROPÓSITO DE LA VISITA DEL PAPA
Carlos F. BarberáLa reciente visita del Papa a España me ha sugerido varias reflexiones.
1
Nunca hasta ahora había tenido tan claro el convencimiento del engorro que significa el que el Papa sea jefe de Estado.
Con este motivo he recordado que, hace un par de años, estaba yo en Nantes de camino a España y en el pequeño hotel en que pasaba la noche me crucé en la escalera con un lama. Por aquel encuentro exótico me vine a enterar de que al día siguiente el Dalai Lama iba a dar una conferencia en la ciudad.
Este hecho sin embargo no cambió la vida ciudadana (estoy convencido de que habría algunas medidas de seguridad) salvo por la presencia de algunos lamas en las calles y plazas del centro. Y el Dalai Lama es el jefe espiritual de millones de personas.
Cómo he lamentado ahora que el Papa no pueda presentarse así, sin tener que ser recibido por los Reyes, el gobierno y autoridades de todo tipo. Un Papa que pudiera moverse con sencillez para visitar a sus fieles no despertaría el rechazo que produce en tantos la parafernalia actual.
Y dicho de pasada: ¿necesita el actual Pontífice traer un séquito de treinta personas?
2
Cada vez me producen más incomodidad tantas palabras que se dicen en la Iglesia sin que las avale ninguna realidad. Así ocurre frecuentemente en las homilías dominicales, en las que los predicadores dicen lo que suponen que hay que decir, sin molestarse en bajar a la tierra y ver si lo que proclaman sin rubor alguno tiene un correlato real o consiste sólo en sonidos vacíos.
Pues he vuelto a tener la misma sensación cuando el Papa proclamaba en Santiago que había venido como un peregrino. Todo el mundo entiende que un peregrino es alguien que hace kilómetros andando, que soporta el sol o la lluvia; en definitiva, que con su esfuerzo físico -y también espiritual- se gana la bendición que busca.
Pero quien llega a la meta en coche, por más que allí le disfracen de peregrino, no puede considerarse como tal y mejor que no lo diga.
"Palabras, palabras, palabras", decia Hamlet.
3
La tercera reflexión tiene que ver con el lenguaje de las autoridades religiosas. Cuando un obispo emite alguna opinión en una pastoral o en otro documento ¿habla un obispo o habla únicamente un señor que resulta que es obispo?
En el segundo caso sus palabras no tendrán más valor que el de los argumentos que las acompañen. Si, por el contrario, es un obispo que habla como tal, sus juicios pertenecen a eso que se llama el "magisterio ordinario" que nunca he sabido qué valor real tiene.
Pues algo parecido podría decirse de las palabras que el Papa va sembrando aquí y allá. Cuando, por ejemplo, en el avión pronunció ese juicio tan poco afinado sobre la situación española, todo el mundo lo tomó como lo que era: un juicio de alguien mal informado y poco sutil.
Pero si eso es así, vuelvo a preguntar lo de antes: ¿es un señor que opina pero resulta que es el Papa? Una cuestión que sin duda tiene toda vigencia con motivo de las opiniones del libro entrevista que ahora aparece.
En ese contexto muchas veces he echado de menos en la jerarquía un lenguaje testimonial. Parece que el Papa y los obispos nunca sienten, nunca dudan, nunca aventuran juicios con miedo de equivocarse. Si así lo expresaran encontrarían más auditores.
Porque entonces podrían decir con Karl Barth: "hablo de Dios pero el que habla es un hombre".
4
Y queda algo más anecdótico pero que no carece de importancia. Me estoy refiriendo al abucheo con que recibieron a un ministro algunos asistentes a la misa en la plaza del Obradoiro.
Se supone que los abucheadores eran católicos que se preparaban para celebrar la Eucaristía y para proclamar en el Padrenuestro que estaban dispuestos a perdonar a sus enemigos (políticos, en este caso) para que a su vez Dios les perdonase.
Su conducta falseó esa suposición, lo cual puede llevarnos a variadas reflexiones. Una posible tiene que ver de nuevo con el lenguaje en la Iglesia. Conversión, perdón, reconciliación, fraternidad, amor a los enemigos, son grandes palabras que se usan en ella profusamente. Quedan muy bien para ponerlas en los libros, recitarlas en las oraciones, proclamarlas en las homilías. Pero parece que con eso ya se ha cumplido. ¿Llevarlas a cabo? ¡Hasta ahí podían llegar las bromas!
Carlos F. Barberá