SILVA HENRÍQUEZ, EL CARDENAL DEL PUEBLO OPRIMIDO
Baltasar BuenoRaúl Silva Henríquez fue hombre de Estado y de Iglesia, estadista y pastor por obligación de las difíciles y complicadas circunstancias que le tocó vivir al frente del Arzobispado de Santiago de Chile. Y es bueno ahora que está de moda lo de la memoria democrática, recordarlo.
Antes le costó que se le aceptase como Obispo entre el clero chileno por ser religioso, salesiano, y no secular. El clericalismo ha tenido siempre mucho peso, aunque ahora los clérigos procuran ir por la calle sin signos externos que les identifiquen como tales, a causa principalmente de los escándalos por abusos sexuales perpetrados no sólo por sacerdotes, también por Obispos.
Fue un hombre con visión profética, previó lo que se le venía encima al país y avisó, reunió a tirios y troyanos políticos para evitarlo y no lo consiguió. Chile entero se estremeció cuando ganó las elecciones presidenciales Salvador Allende, sobre todo el Chile de derechas, que cantaba el Himno Nacional al término de las Misas en las parroquias de barrios ricos.
Silva Henríquez abrió un ciclo de homilías en cada Te Deum que hacían unos u otros y sentaba cátedra. A Allende le explicó la teoría de la ciudad terrestre y la celeste, en cuya acción en muchos momentos coincidirían. Y ante Pinochet lamentó que las calles estuvieran manchadas de sangre.
Se enfrentó al dictador en defensa de las víctimas, de los vencidos. Fue samaritano, ayudó a curar sus heridas. Nada más ocurrir el golpe acudió a visitar a los detenidos en el Estadio Nacional. Organizó un Comité Pro Paz y la Vicaría de la Solidaridad desde donde se intentó lo imposible por salvar vidas y defender los derechos humanos. Fue el faro de la Iglesia chilena, el referente. Se jugó la vida enfrentándose de continuo a Pinochet.
Llegado el tiempo de su dimisión por edad, Juan Pablo II se la aceptó inmediatamente. Ni un minuto más del tiempo de descuento. No le concedió los dos típicos años de prórroga que suele darse a los buenos prelados. Se quedó a mitad de camino y obedeciendo se fue a casa. Era hombre de Iglesia.
Al cardenal Raúl Silva Henríquez lo encontré en el tiempo de su jubilación en una casa de la costa de san Antonio. Había ido a visitar a un antiguo compañero de estudios y amigo, Ignacio Vio Jorquera, párroco de Las Rocas en Santo Domingo, un día que un pescador le pidió bendijera su barca nueva. Camino al mar pasamos por la casa donde en verano solía residir algunos días el cardenal, propiedad de un amigo suyo.
Nos recibió con mucha afabilidad y sencillez. Estuvimos hablando. Preguntó mucho sobre la situación en España. Y por el cardenal Tarancón. “En el Concilio nos sentábamos juntos. Y en los cónclaves votábamos lo mismo”. Tenía una excelente opinión de él. Le conté de la gran similitud entre la homilía de Tarancón en la Misa de entronización del Rey Juan Carlos y la suya del primer Te Deum de Allende. Me conocía los dos textos homiléticos y le dije que, en mi opinión, Tarancón había seguido el patrón de Silva con Allende años antes.
Hoy las homilías de los Te Deum de Silva Henríquez, antes, durante y después de la dictadura son piezas de lectura obligada para entender parte de la Historia civil, política y eclesiástica de Chile. Se ha escrito varios libros y numerosos artículos sobre sus acertadas, claras y precisas homilías, especialmente las que tuvo que hacer en los Te Deum a puerta cerrada que hacían los militares con motivo de la fiesta nacional. La valentía que tenía el cardenal de recordar a los militares lo que estaban haciendo mal: detenidos, desaparecidos, torturados, asesinados…
En aquella apacible reunión en la casa junto al mar, recuerdo que desgranó muchas anécdotas. Una de ellas era referida a un cierto miedo que pasaba siempre que acudía a hablar con Pinochet, por el genio y talante que tenía, además de las respuestas que le daba. Solía ir acompañado de Carlos Camus, Obispo de Copiapó, joven y progresista. “Si usted ve que yo me corto y no llego, que no me atrevo a decir algo, entre usted en la conversación y continúe la idea que estaba exponiendo”, le decía. Se repartían los papeles ante Pinochet.
En la conclusión de la tarde en aquel pueblo de la Diócesis de Melipilla, Silva Henríquez dijo que él era partidario del perdón, de perdonar, que había que perdonar por mucho que hubieran hecho los golpistas, pero con la exigencia de que “antes de conociera toda la verdad, todo lo ocurrido, todos los autores todas las víctimas, y se hiciera Justicia”. Una justicia que fuera restaurativa.
Algunos obispos, algunos sectores de la Iglesia, no todos, siguen pidiendo lo mismo. La división es patente en la sociedad. Y aquella Iglesia que recogía muertos asesinados en el Mapocho, que curaba heridos y salvaba perseguidos, entonces tan prestigiada, hoy está venida a menos, a causa de los escándalos por abusos de algunos de sus ministros. Mirar atrás y disfrutar profundizando en la vida y obra del cardenal Silva Henríquez sería un buen revulsivo para quienes pastorean hoy el Pueblo de Dios. Por cierto, recordemos que están iniciados los primeros pasos para su beatificación.
Baltasar Bueno
Religión Digital