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NAVIDAD DE SIEMPRE Y DE AHORA

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En las culturas anteriores al cristianismo, existía la costumbre de celebrar una fiesta coincidiendo con el solsticio de invierno. De aquél momento en que la inclinación del sol se mantiene durante varios días casi sin moverse viene el nombre de solsticio, que significa "sol quieto” en latín. Cuando la fuente solar de vida se aleja, la tribu apechuga y comparte lo que tiene en torno a las fogatas que dan calor y permiten cocinar algunos alimentos. Poco a poco, el comienzo del nuevo periodo se va transformando en celebración y ceremonia en la que el fuego representa al añorado sol momentáneamente alejado, siguiendo las leyes de la astronomía.

Para los celtas y los galos, el “fin de las tinieblas” giraba en torno a la creencia del árbol como representante de un poder al que rendían culto. Esta tradición heredada a través de los siglos, sirvió de inspiración para el actual árbol de Navidad. En estas mismas fechas, la antigua Roma celebraba las fiestas en honor al dios Saturno. Todos se intercambiaban regalos e incluso desaparecían por unas horas las barreras que separaban al esclavo de las personas libres.

Cuando el cristianismo comienza a propagarse en Europa, asimila estos festejos solsticiales de honda raigambre social a sus propios ritos y símbolos de la Navidad que ahora, en Occidente, pierde peso en beneficio de una fiesta que se justifica en sí misma, caracterizada por el gasto desmedido y los regalos, que ha sido vaciada de contenido para prevalecer el consumismo escapista. Afortunadamente, los días navideños aun conservan un clima familiar y social de reuniones y reencuentros con esfuerzos sinceros para reforzar los lazos humanos y el acercamiento de personas alejadas por la distancia del corazón o los kilómetros. Esto ocurre por encima de que nos identificamos con el solsticio o con la fiesta consumista y superficial en la que hemos ido cayendo, cristianos incluidos, hasta convertir muchos signos del Adviento en reclamos mercantiles. 

Con todo, el sentimiento del Adviento y de la verdadera Navidad sigue vivo en muchísimas personas que buscan y se afanan en la alegría de la fe en los valores evangélicos en torno al nacimiento del Dios Amor como uno de los nuestros, cercano y amigo. Una celebración que nos señala el compromiso fraterno frente al consumismo indiferente con quienes más sufren, especialmente en estas fechas.

Entre medio del oropel, siempre estarán los que no tienen fiesta alguna, agobiados por el peso de la vida. Para ellos, estas celebraciones son una punzada de dolor en sus tribulaciones. Estas personas debieran ser el objetivo predilecto, al menos de quienes nos decimos cristianos. Es emocionante recordar a quienes se han esforzado a lo largo de la vida para que nos sintamos queridos y aceptados, especialmente en estas fechas. Igualmente causa alegría conocer que para Jesús de Nazaret era más determinante eliminar el sufrimiento que denunciar los pecados de la gente. No es que no le preocupase el daño moral, sino que para Él, el peor mal consistía -y consiste- en causar sufrimiento o tolerarlo desde la hipocresía o la indiferencia.

Cuando tantos se preguntan hoy por el lugar de la religión en la sociedad, está de plena actualidad la llamada de la Pascua de Navidad “¡Estad alegres!” llena de esperanza para todos. Esta Buena Noticia vivida desde el ejemplo provocó que Jesús se sentara a la mesa de gentes que seguían siendo pecadoras, a la que ofrecía su amor en forma de perdón y amistad. Su acogida resultaba intolerable al hacerse Navidad regalada y misericordiosa, sin exclusiones de ninguna clase.

Lo contrario, es decir, comportarse de otra manera en nombre de la Navidad (que significa “nacimiento de la Vida”) es una farsa que debiera tener su correspondiente denuncia profética. Y aquí estamos pero que bien pillados…

 

Gabriel Mª Otalora

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