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APOYO PERSONAL, NO INSTITUCIONAL, AL PAPA FRANCISCO

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Accedí a expresar mi apoyo al papa Francisco, pero no sin reticencias. “Será un apoyo personal, no institucional”, previne. Me explico: mis reticencias no tienen que ver con su persona como tal, sino con la figura institucional – el papado absoluto – que sigue representando, con el modelo clerical y masculino de Iglesia medieval que sigue manteniendo, y con el magisterio teológico premoderno que sigue ejerciendo.

Reconozco que le ha tocado gestionar una época bien compleja y difícil. Al inconcreto e inacabado sueño primaveral del Vaticano II sucedieron, sin solución de continuidad, los titubeos y contradicciones de Pablo VI desde el propio Concilio hasta su muerte en 1978, y luego – tras solo un mes de pontificado de Juan Pablo I, del que no sabemos realmente si murió o fue muerto – siguió el largo pontificado restauracionista de Juan Pablo II (1978-2005), prolongado por Benedicto XVI, quien, para librarse de las cloacas y los lobbies del Vaticano, no encontró mejor camino que huir dimitiendo (2013), y legando al siguiente un panorama sombrío y enmarañado. El cónclave cardenalicio, buscando equilibrios imposibles, eligió a un jesuita llegado de la pampa argentina. Se hizo llamar Francisco y salió al balcón pidiéndonos la bendición. Era ya muy tarde para una reforma profunda y duradera. Pero, para intentarlo de verdad, nada más recibir la bendición, sin tomarse ni siquiera el tiempo para sentarse en la cátedra de Pedro, pescador de Galilea sin diplomacias ni dobleces, hubiera tenido que proclamar urbi et orbi: “Se acabó lo viejo. Que empiece de una vez lo nuevo”. Han pasado 11 años.

Mientras tanto, el mundo vive, vivimos, una época de metamorfosis civilizacional planetaria como nunca ha conocido nuestra especie desde que surgió hace 300.000 años. Todo lo que creíamos seguro hasta ayer mismo se ve profundamente sacudido en todos los campos. Las religiones tradicionales, cristianismo incluido, con sus creencias, rituales y códigos, se derrumban. Se extienden la incertidumbre y el miedo, y su síntoma: los fundamentalismos de todo tipo. Todo ello ha puesto a dura prueba la sabiduría jesuítica y la paz franciscana del papa Francisco. Y al paso de los años brota y cunde la sensación de que lo radicalmente nuevo, tan necesario en esta Iglesia varada en las arenas del pasado, aún no ha empezado de verdad, ni se ven señales.

Reconozco, sí, un nuevo tono, un lenguaje fresco, lleno de aliento, sobre todo en los documentos pontificios como la Encíclica Laudato si y la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium. En estos documentos y en un sinfín de intervenciones, Francisco está difundiendo un mensaje social, económico y político claro, valiente, subversivo, en favor de todos los desahuciados de la Tierra, hasta convertirse en la voz tal vez más libre y liberadora, y la más molesta para los poderes financieros empeñados en matar la vida de los humanos y de la comunidad viviente de la Tierra. Es sin duda lo sustancial de la Buena Noticia que el profeta Jesús anunció y practicó, más allá del templo, del credo y del código canónico. ¿Y qué más le puedo pedir al papa Francisco con sus 86 años y la salud maltrecha? No, no puedo pedir más a este hombre lleno de buena voluntad y de carisma a raudales. A este hombre humano, con su temperamento y su ternura, con sus errores y contradicciones, con su honda fe y su viejo catecismo, con su utopía evangélica y su teología conservadora, a este hombre de carne y hueso le expreso de corazón mi admiración, mi estima, mi apoyo personal.

Pero este hombre de carne y hueso como yo es el papa de la Iglesia católica, investido de plena potestad “divina”, y es el que enseña la verdad, dicta las leyes y gobierna con poderes absolutos, elige obispos y nombra cardenales, cardenales que elegirán a su sucesor y obispos que ordenarán sacerdotes a solo varones, y se propone instituir un diaconado femenino, desprovisto de grado sacramental y, por lo tanto, subalterno del clero. Este hombre representa y preside, con poder absoluto y exclusivo, una Iglesia que se llama de Jesús pero está en flagrante contradicción con lo que este papa enseña para el mundo entero. Una Iglesia que pretende poseer el monopolio de la verdad y del bien, que sigue aferrada a una cosmovisión y a una antropología de milenios remotos, que sigue enseñando doctrinas irracionales con un lenguaje ininteligible, que en nombre de Dios y de Jesús sigue subordinando a la mujer y humillando a las personas LGTBI+, condenando como “objetivamente pecaminosas” las expresiones de su amor sagrado… El último ejemplo es la aprobación de la bendición de parejas homosexuales, pero no como la bendición de las parejas heterosexuales, sino una bendición sin celebración litúrgica, casi a escondidas y de prisa; 10 segundos bastan, ha dicho el Cardenal Víctor Manuel Fernández, Prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe; el papa Francisco acaba de aclarar, por si hiciera falta: “Las bendiciones a parejas homosexuales van dirigidas ‘a las personas’ y no cambia la doctrina”. Pues, hermano Francisco, mientras no cambie la doctrina por salvar la institución, seguirán sufriendo las personas, y la misma institución se arruinará.

Esta Iglesia institucional ya no respira. Ni inspira aliento vital. Y si no inspira, no sirve de nada. Y si no sirve de nada, aunque suene duro hay que decirlo: nada esencial se perderá con que siga derrumbándose. Y solo podrá inspirar si aprende a hablar de la vida y de todo lo real – de la creación del universo, del amor, del género, de la sexualidad, de la libertad, del “pecado” y del “perdón”, de la vida después de la muerte”, de Jesús, de “Dios” al fin y al cabo – de una manera comprensible, inspiradora, consoladora, transformadora para los hombres y mujeres de hoy. Y solo podrá respirar e inspirar si se reinventa a fondo de acuerdo al espíritu que movió a Jesús y a todos los profetas y profetisas de todos los tiempos, dentro o fuera de cualquier religión. Solo podrá consolar y transformar si reinventa a fondo todo su lenguaje teológico y todo su edificio ministerial del que el propio papado sigue siendo cimiento y cima.

Solo un vuelco del modelo de Iglesia clerical y de paradigma teológico integral podrá, si ya no es demasiado tarde, devolver espíritu y vida a esta Iglesia, aunque vaya a reducirse a una pequeña comunidad dispersa, pero itinerante y libre. Esa me parece una tarea institucional irrenunciable y urgente de un papa en nuestro tiempo. Y ni de lejos será suficiente con reformar todo el aparato vaticano, ni con extirpar su endémica corrupción económica, ni con combatir la pederastia omnipresente. ¡Qué menos que todo eso! Pero no bastará. No es tiempo de apaños y componendas.

Escucho y leo sin cesar que Francisco hace lo que puede, no solo porque sus fuerzas son limitadas, sino sobre todo para evitar un cisma de la Iglesia católica. No sé si logro entenderlo. Solo me brotan preguntas: ¿Qué logró Pablo VI con sus reparos y equilibrios, sino ser un obstáculo decisivo para la realización de los mejores sueños conciliares y un impulso determinante para consagrar casi de manera irreversible la ruptura entre la Iglesia y la cultura moderna? ¿Qué ha logrado Francisco en estos 11 años? Y, por poner un ejemplo, entre humillar a parejas homosexuales (cristianas o no, poco importa) y “escandalizar” a cardenales y clérigos homófobos, ¿con qué se queda? Entre Jesús y el Derecho Canónico, ¿a la hora de la verdad por cuál se decide? Y en cualquier caso, al ritmo al que vamos y por la ambigua dirección en la que "avanzamos", de prudencia en prudencia y de sínodo en sínodo, ¿no va la Iglesia católica – y las Iglesias cristianas en general – camino de su total implosión, o camino de su reducción a gueto cultural y social premoderno, primero en Europa y luego en el resto? ¿Tanto empeño por evitar un cisma institucional – ¿o será una excusa? – no está impulsando de hecho un cisma general de la inmensa mayoría social que, indiferente o decepcionada, deserta silenciosamente de una institución que ya no les aporta inspiración ni respiro?

 

José Arregi

Aizarna, 15 de enero de 2024

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