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DROGA EN NUESTRA CASA BAJAR A LOS INFIERNOS

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El dolor, cuando es profundo, es una de esas experiencias humanas que se tarda en integrar. Ante él se experimenta una profunda incapacidad para hablar. En parte por un pudor natural que pide respeto y silencio; pero sobre todo por la constatación de la pobreza de la palabra para ser trasparencia de una verdad que se teme profanar, trivializar, paliar, en lo que tiene de incomprensible y escandaloso, de misterio siempre inescrutable.

Por ello me he resistido durante mucho tiempo a escribir sobre lo que ha significado, para mí y mi familia la experiencia de convivir más de 16 años con la droga en tu propia casa, en tu familia más próxima. Hoy, al fin, me arriesgo a hacerlo ante la petición hecha de decir unas palabras que, desde nuestra propia experiencia, pudieran ayudar a otras personas.

"Círculos infernales" de nuestro mundo

Los "círculos infernales" de nuestro mundo son innumerables. Teóricamente los conocemos, pero... ¡qué distinto es cuando la vida te introduce de lleno en alguno....! A mí y a los míos la vida nos introdujo en uno de ellos. El círculo diabólico: droga, marginación, delincuencia, cárcel, sida, y al final sólo se vislumbra -antes o después- la muerte.

Bajar a los infiernos, mejor aún, sentir que los infiernos han entrado en tu propia casa, en tu misma carne y sangre, es padecer algo de esa misma muerte...

La primera palabra que brota es de protesta y de denuncia de la hipocresía de una sociedad que ve perderse a una generación entera de jóvenes y sólo acierta a defenderse de una situación, que ella misma genera y de la que se aprovecha, encarcelando a las víctimas. Son víctimas de un "mercado" donde se sigue comprando y vendiendo la vida por algo más que "veinte monedas" y donde no se encuentra delito alguno en los "Oubiñas" de turno enriquecidos a costa de miles de muertos.

Consentir en permanecer ahí y no huir, consentir con "cargar" con esa realidad es gracia y coraje del amor.

Permanecer y ver no solo el destrozo y el deterioro humano que esas situaciones generan sino también asombrarse de la gran solidaridad que entre ellos reina muchas veces, es recibir el don de saber mirar en profundidad.

Sí, ahí en ese infierno, lo más profundo del corazón humano no está perdido definitivamente y puede ser rescatado y humanizado siempre. Saber mirar, saber acceder a ese lugar sagrado para reconocer su dignidad y devolvérsela, poder ver que ahí hay unos seres humanos siempre dignos, hechos a "imagen de Dios", creer en ellos para que esas mujeres, y hombres puedan creer en sí mismos... es don de fe que hay que pedir humildemente.

La rabia y la rebeldía asoman una y mil veces y es bueno no acallarlas demasiado pronto... al menos no hacerlo hasta reconvertir esa energía en lucha contra las causas de ese mal y en misericordia compasiva para sus víctimas..

El largo proceso desde el conocimiento,
hasta la aceptación dolorida y esperanzada

Al comienzo, cuando descubrimos que mi hermano y la que sería después su mujer, estaban enganchados en esa rueda infernal, toda la familia luchamos unidos con la esperanza de una pronta salida de esa situación.

Después fuimos descubriendo que hay que permanecer esperando contra toda esperanza razonable, para ir aprendiendo poco a poco (a nosotros nos costó más de 16 años) a seguir ahí amando y luchando cuando se intuye que quizás nunca se logre la recuperación deseada.

Al fin, cuando en el horizonte parece alumbrar la esperanza de la liberación, cuando parece que ya se abandona el círculo infernal... enmudecemos al comprobar que lo que amanece (el sida) es más dolor y el final del camino solo parece mostrar "una muerte anunciada". No hay palabras para expresar el mazazo que una noticia así te produce. Se experimenta entonces una extraña sensación de frustración y de fracaso. No nos merecíamos este final... tanto luchar ¿para qué?, ¿tanto amor para qué? El "Dios mío por qué nos has abandonado" resuena con mucha fuerza en el corazón y se hace plegaria y protesta..

En estos momentos asoma aún otro gran enemigo: el miedo paralizador. "Lo peor está aún por venir", amenaza una voz dentro de ti. Es fácil decir que hay que vivir el presente pero ¿qué presente? Dios mío, después de tanto luchar y sufrir ¿tendremos fuerzas para lo que queda de camino?

En ese trance solo se sabe callar ante el misterio y permanecer en la noche, sin fuerzas para seguir caminando, a la espera de una Palabra que pueda dar algún sentido, alguna fuerza para permanecer en la lucha por la vida... mientras dure.

El silencio de Dios se rompe:

"Y el ángel del Señor le volvió a tocar y le dijo: levántate y come que el camino es superior a tus fuerzas. Elías se levantó, comió, bebió, y con la fuerza de aquel alimento caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios" (.1Re.19,7-8 ) ¡

¡Eso es exactamente lo que pasa! No hay fuerzas para seguir caminando. Qué alivio provoca sentir que alguien se hace cargo de tu situación y no intenta ofrecerte un consuelo barato, no te aleja de la realidad por muy dura que sea, ni camufla tus verdaderos sentimientos. Es la hora de reconocer y agradecer los "ángeles" que a lo largo del camino te permiten, nos han permitido, levantarnos, alimentarnos con el pan de la solidaridad, de la cercanía, de la gratuidad, de la lucha y poder seguir caminando. A todas y todos ¡GRACIAS!

Un circulo infernal ¿lugar de revelación?

Una experiencia honda de dolor, y la nuestra no es ni la única ni de las peores, puede suponer también un lugar de revelación. Revelación de la realidad, de la propia verdad, y de la verdad de Dios si se cree en El

Revelación de la realidad en la que vivimos, un mundo terriblemente injusto y mentiroso, que enmascara su rostro asesino debajo de palabras hermosas, un mundo donde los débiles, los pobres, los sin "valor mercantil" se les aparca mientras mueren y a ser posible donde no se vean... para no ensuciar el rostro de las ciudades. Una realidad que nos adormece con el consumo de "pan y circo" mientras millones de seres humanos mueren de hambre, inanición, abandono, droga, sida, guerras...

Una realidad también solidaria y hermosa donde el amor hasta dar la vida por los hermanos y la gratuidad existen y tienen nombres y rostros muy concretos. Esta realidad nos redime a todas y todos de la vergüenza de llamarnos humanos.

Revelación de la propia verdad. Para mí fue muy saludable preguntarme ¿quién soy yo cuando sufro? Ante una situación de dolor ¿qué tiendo espontáneamente a hacer?, ¿qué mecanismos y trampas me descubro ante ese molesto y desconcertante compañero de viaje?

Es bueno descubrirse una a sí misma intentando escurrir el bulto, rechazar la realidad, negarla, evitar el dolor o instalarse en él masoquistamente, o quizá victimizarse... da tiempo a todo en un trayecto tan largo.

Lenta y trabajosamente vas aprendiendo a mirarlo de frente, a dialogar con él, a intentar ser honrada con su realidad y fiel a su desafío.

Descubres también tus propios mecanismos de defensa para que el dolor, convertido en sufrimiento quemante, no te destruya. Unas veces, un sano sentido del humor te ofrece la sabiduría de seguir viviendo y disfrutando de lo que, a pesar de todo, la vida te sigue ofreciendo.

Otras veces, una realista racionalización te ayuda a resituar tu pequeño dolor, pero que para tí es grande, en el gran dolor del mundo, Eso no disminuye el propio, pero ayuda a no desmesurarlo, a no absolutizar lo tuyo en detrimento de tu capacidad de abrirte y compartir lo que te quede de fuerzas en otras realidades objetivamente mucho más duras que la propia.

Puedes también aprender a pedir ayuda, a sentirte débil, cansada y dolorida, sin fuerzas y abatida. Cada vez más vulnerable y más humana. Puedes aprender a vivir mejor la com-pasión más allá de los lazos afectivos.

Pero es sobre todo lugar privilegiado para decantar la hondura del amor. Descubres entonces lo difícil que es amar impotentemente.

Te resistes durante mucho tiempo a frustrar tus fantasías de omnipotencia, te niegas a creerlo y te rebelas pero... también poco a poco puedes aprender a permanecer, a estar junto a y asumir que no puedes quitar, ni evitar la cuota de dolor de aquellos que amas.

Puedes aprender a estar ante el otro sufriente compartiendo su dolor, pero no lo puedes sustituir. Puedes estar amándole y luchando contra las causas de su dolor. Puedes respetar la cuota de dolor y soledad que es suya y no te corresponde a tí invadir y puedes también no aumentarla con tu ausencia pero... casi ¡nada más!

Al final tienes que aceptar que ese estar inerme e impotente pero permanecer ahí... es todo el poder del amor. El amor puede ser más fuerte que la muerte pero no puede evitarla. La gratuidad del amor tiene ahí una prueba de fuego: no solo no esperar la recompensa o respuesta del ser amado sino también aceptar su inutilidad. ¿Para qué sirve un amor así de fuerte pero impotente?

Y en esos momentos no vale de mucho decirse que el amor entregado no se pierde nunca, aunque sepas que eso es verdad, que la primera beneficiada eres tú misma; eso lo quiere también creer tu fe, pero en esos momentos necesitas tener resultados tangibles...

Ante la muerte inminente, prematura e injusta, ya no solo de quien quieres porque es tu propio hermano, sino de tantos seres humanos que ves caer a tu alrededor y que han visto también tus ojos en nuestros cuartos y terceros mundos, lo que parece obvio es que triunfa el poder del mal.

Es entonces, sobre todo, cuando puede acontecer la gracia de barruntar algo de la verdad del Dios revelado en Jesús.

A lo largo de estos últimos años, empeñados en ayudar a mi hermano y a su mujer a salir del círculo infernal de la droga, he tenido ocasión de re-vivir no una sino infinidad de veces la experiencia del Padre-Madre bueno/a de la parábola del hijo pródigo.

Esa escena se hizo cotidiana en mi vida, expresión de un amor que "disculpa siempre, perdona siempre, aguanta sin límites, espera sin límites"... que no necesita ni siquiera que el hijo reconozca su culpa porque ya estaba perdonada e incluso olvidada... Un amor que "se olvida de ofensas y agravios" y por el contrario recuerda enternecido cualquier pequeño gesto de bondad del hijo más amado por ser el más necesitado.

Un amor que no puede dejar de amar. Cuántas veces, ante datos de la realidad incuestionables que hablan de los errores cometidos por el hijo, he oído decir a mi madre "todo eso es verdad pero ¿qué quieres que te diga?, es mi hijo, yo soy su madre y a pesar de todo no puedo dejar de quererlo". Incluso aun cuando parezca que es esa misma incondicionalidad del amor la que dificulta el cambio del hijo, aunque "pedagógicamente" no parezca asa actitud lo más oportuno... todos los argumentos parecen estrellarse contra la terca y desmesurada manera de amar de unos padres.

En nuestro caso, la alegría era compartida también por las hermanas. No teníamos conciencia de ser hijas "buenas" y "cumplidoras", sino agraciadas de estar en la casa materno-paterna, sabiendo que si no habíamos caído nosotras en ese infierno es porque habíamos tenido más suerte, mejores amistades... ¡cualquiera sabe! Ciertamente no por méritos propios. Cuántas veces me he preguntado por qué él si y yo no y... no tengo respuesta.

Hemos compartido la alegría y la fiesta, muchas veces repetida, de que "teníamos unos hijos perdidos y los hemos recuperado", aun intuyendo que volverían a coger la herencia, que ya no había, para volver a perderse por otro tiempo.

Todo esto, aquí torpemente balbucido, ha sido para mí el mejor camino para abrirme a la fe en el Dios Amor incondicional del que habló Jesús. Porque si unos padres saben amar así ¿puede Dios amar menos...y peor?

El dolor de los padres, de los míos y de tantos como en estos años hemos conocido, padeciendo el mismo via-crucis por el sufrimiento de sus hijos, me habla de un Dios que ni quiere, "ni permite", ni mucho menos necesita el sufrimiento de los hijos para no sé qué extraña reparación.

El rostro de Dios en el que creo, y que de un modo escandaloso pero real se me ha revelado en esta experiencia, es el que me han mostrado mis padres y tantos otros que luchan contra el dolor y sus causas con todas sus fuerzas; que muestran su inmenso amor padeciendo el dolor de los hijos en su propia carne, y al fin aceptan impotentes y silenciosos un amor que no podrá librar al hijo de la muerte pero si del abandono definitivo.

Quizá por ello ahora mi fe alcanza a barruntar que Dios estaba presente en la cruz del Hijo, amando impotentemente Nada hay más inerme que el amor. Tampoco Él "pudo" librar de la muerte al Hijo amado; pero no lo abandonó definitivamente al poder de esta sino que lo resucitó de entre los muertos.

Y con ello no sólo nos capacita para esperar la vida definitiva sino que nos muestra que ya hay una manera de vivir que es germen de resurrección. Esta es la esperanza que nos alienta.

Lo que salva es el amor.

Pero también ha sido esta experiencia la que me ha revelado de un modo paradójico una verdad que se muestra incuestionable en la cruz de Jesús: lo que salva es el amor. El amor salva de la destrucción a que puede llevar el dolor. El amor hace posible que el dolor no nos queme. El amor libra, en muchos casos de la desesperación. Lo que da vida, sostiene, cura, hace crecer, capacita para poder perderla y entregarla es el amor.

Cuando sufres, el hecho de que alguien elija "padecer con-tigo" produce una profunda experiencia salvadora, aunque en nada pueda modificar lo real de tu dolor. El amor da sentido a una vida -"al menos sabe que lo hemos amado siempre"- son palabras que no son sólo un consuelo fácil sino el sentido último de una vida. Saber permanecer y sufrir con el otro, por el otro y a favor del otro, te hace albergar la esperanza de que exista un Amor más fuerte que la muerte.

Un dolor puede llegar a ser dolor de parto y no de aborto o de muerte. Lo fecundo no es el dolor en si. Si el dolor de parto es fecundo, es porque alumbra vida, una vida fecundada por el amor. Es ese mismo amor el que da fuerza para soportar ese duro, lento y doloroso proceso que posibilitará la vida libre, independiente del hijo amado.

Nada de lo expresado hasta aquí pretende ser ni explicación del porqué del dolor, ni mucho menos justificación de tanto sufrimiento injustamente producido. Nada de la expresado intenta acallar el escándalo y el misterio que quiero abandonar en Dios. Sólo desde ahí puedo seguir creyendo que la esperanza es siempre posible.

Termino narrando una de las últimas experiencias, muy reciente. En una conversación que he tenido con mi hermano, arriesgué a preguntarle cómo se sentía ante un final que se prevé cercano, cómo veía ahora su vida, si creía en que había o no otra vida, si creía en Dios... Su respuesta fue la siguiente:

"Ahora a mis 37 años descubro que he perdido la vida porque no he aprendido a amar, sólo he sabido utilizar y ahora eso no se improvisa... No sé si hay otra vida. Si no la hay, al fin se ha terminado para mí y para todos vosotros este infierno. Si la hay y en ella me aguarda Dios, después de la experiencia familiar vivida, no puedo tener miedo a encontrarme con El."

Después de escrita esta comunicación se ha muerto mi padre. En los últimos momentos ha escuchado de boca de su hijo unas palabras muy importantes: "perdón", "gracias", "a pesar de todo siempre te he querido y sobre todo siempre me he sentido querido por ti". "Vete en paz, ya me dejas fuera de esta mierda, vete preparándome allá un buen lugar".

Era el miércoles de Pascua de 1997 y te fuiste, papá, al encuentro definitivo con la Paz. Ya habrás descubierto, como te decíamos en tu final, que el amor que nos has dado no era más que un pálido reflejo del Amor con que te ibas a encontrar. Ahora gozarás ya de la inenarrable experiencia de saborearte hijo amado y al mismo tiempo Padre-Madre. Desde esa nueva dimensión seguirás acompañándonos y alimentándonos para seguir haciendo del resto de nuestro camino Pascua.

Mi hermano murió varios años después (2005) de sida, cuidado y querido incondicionalmente por todos, especialmente por nuestra madre, su mujer y una hermana nuestra. Murió rodeado de cariño y sin reproches, como un anticipo del gran abrazo de Dios Madre- Padre que sin duda ha recibido.

Desde ese abrazo estoy segura de que nos cuidas, Laure, ahora sí puedes hacerlo.

 

Emma Martinez Ocaña

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