EL INESTABLE MUNDO DE LAS FORMAS
Enrique Martínez LozanoLc 21, 05-19
Cuando Lucas escribe su evangelio, la toma de la ciudad ya había tenido lugar, por lo que en él es manifiesto el interés por desvincular este hecho de la llegada del fin de mundo y la venida del Señor, que narrará a continuación. La destrucción de Jerusalén había ocurrido en el año 70, en unos episodios que pusieron de relieve la brutalidad de Roma.
El relato pertenece al género literario apocalíptico que, aunque gozó de gran difusión en el judaísmo tardío y entre los primeros círculos cristianos, habría de desaparecer pronto.
El texto arranca con la exclamación admirada de los discípulos, orgullosos de su templo. Y, ciertamente, era una obra digna de admiración: no sólo por su extensión –una superficie cubierta de 1.500 m2-, sino también por la suntuosidad de su decoración.
Ese será el pretexto para que se hable de su destrucción, no sabemos si también en un sentido teológico –el fin del templo es el fin de la religión-.
En todo caso, echando mano de experiencias vividas en el seno de las propias comunidades, en los cincuenta años que los separaban de la vida histórica de Jesús, y que en buena medida estuvieron marcadas por la persecución, se va a poner en boca de Jesús una "descripción" de la catástrofe ocurrida.
La primera es una palabra de atención porque, en efecto, antes de la caída de Jerusalén proliferaron un número considerable de autoproclamados "mesías", de quienes habla el historiador Flavio Josefo. Todos ellos solían proclamar un mensaje político contra Roma y, aunque los cristianos simpatizaban con ellos, el texto les advierte de que no se les unan.
Fueron también años de guerras y revoluciones: Roma había de tardar cuatro años en tomar la ciudad y otros cuantos más en acabar con todos los focos de resistencia.
Para entonces, y más aún en los años posteriores, la sinagoga va a llevar a cabo una persecución contra las comunidades cristianas, cuyos miembros eran denunciados a veces por sus propios familiares, que podían ver en ellos un peligro para todo el clan, por las represalias que pudiera tomar la autoridad religiosa.
El texto alude también a la oportunidad de "dar testimonio" –es el término técnico para hablar de "martirio"-, puesto que, para cuando se escribe el evangelio, existe ya una lista de mártires cristianos, que encabeza Esteban, cuya ejecución describirá el propio Lucas en el capítulo 7 del Libro de los Hechos de los Apóstoles.
Con todo, la palabra última es de confianza. Con un dicho que ya había usado anteriormente (12,7: "Hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados"), y que parece que era de uso común en el judaísmo (1 Samuel 14,45; 1 Reyes 1,52), el autor insta a la perseverancia.
"No quedará piedra sobre piedra". No puede expresarse mejor la impermanencia de todo, aunque se trate de obras tan admirables como el templo de Jerusalén.
La impermanencia es la ley que rige el mundo de las "formas", marcado en su entraña por la polaridad. No existe nada sin su opuesto –la moneda sólo puede existir si tiene cara y cruz-: luz y oscuridad, día y noche, salud y enfermedad, placer y dolor, vida y muerte... Todo se va sucediendo en un proceso incesante de cambio.
Por esa razón, identificarse con las formas implica exponerse a esa misma impermanencia y quedar a su merced. Es el sufrimiento inexorable de quien se halla identificado con su yo, sin haber apreciado que se trata de una realidad absolutamente inestable y precaria, sometida a todo tipo de vaivenes.
Nos identificamos con las formas –con el yo- siempre que nos reducimos a la mente y somos conducidos por ella. En ese estado, somos víctimas de los pensamientos inútiles que no podemos detener; buscamos aferrarnos a cualquier cosa que nos ofrezca seguridad y dicha... Pero no nos damos cuenta de que buscamos por el lado equivocado.
No hay nada, en el mundo de las formas, que pueda otorgarnos seguridad. Más aún, no podremos experimentarla en tanto en cuanto vivamos convencidos de que nuestra identidad es el yo, puesto que él es una forma más.
¿Qué tenemos que hacer? Reconocer las formas como formas... y tomar distancia de ellas. Y esto lo hacemos, no sólo por no sufrir, sino porque nuestra verdadera identidad las trasciende.
Decía que el rasgo característico de las formas es la impermanencia. Por eso, aferrarse a ellas es vivir en una insatisfacción permanente. La actitud sabia, por el contrario, es la de quien, ante cualquier cosa que ocurra, sabe decir: "Esto también pasará". Es la sabiduría expresada en la conocida respuesta de Krishnamurti: "Mi secreto es éste: no me importa lo que pase".
No es una respuesta nacida del cinismo ni de la indiferencia o del pasotismo, sino de la sabiduría de quien no se identifica con "lo que pase", porque es consciente de que su verdadera identidad está "más allá" de las formas cambiantes.
"Formas" son todos los objetos que podemos captar, desde un edificio hasta un pensamiento. Y en nada de ello consiste nuestra identidad. Somos, por el contrario, quien percibe todo eso; la Conciencia una que en ellas se expresa.
Sin embargo, formas y Conciencia no son tampoco dos realidades diferentes y, mucho menos, contrapuestas: son –de nuevo- las dos caras de lo Real. Las formas son la Conciencia expresándose. El problema, por tanto, no está en ellas, sino en el hecho de identificarnos con ellas. Porque, al hacerlo, nos reducimos y encerramos, olvidamos nuestro verdadero ser y caemos en la ignorancia primera, de la que surge todo tipo de sufrimiento.
La forma dice: "Yo soy esto"; la Conciencia: "Yo soy". Aquélla vive y se expresa en forma de pensamientos; ésta, a través de la atención desnuda.
Cada vez que te sorprendas cavilando o rumiando, respira hondo, toma distancia de tus pensamientos, siente tu cuerpo sin pensarlo, o di sencillamente "soy"... Experimenta por ti mismo que, siempre que "paras" tu mente, lo único que queda es Quietud.
Con ello, has venido al Presente atemporal que, trascendiendo el mundo de las formas, es el reino de la Conciencia. Lo notarás inmediatamente, si tienes algo de práctica, en los efectos que produce.
Si lo quisiéramos expresar con las palabras del evangelio que estamos comentando, podríamos decir que emerge la Confianza –"ni un cabello de vuestra cabeza perecerá"- de que, en ese nivel de lo Real, todo está bien.
Enrique Martínez Lozano
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