SOBRE LA NORMA DE NO ACEPTAR MUCHACHOS HOMOSEXUALES EN LOS SEMINARIOS: APRENDER EL ARTE DE AMAR Y SER AMADO
Jairo Alberto Franco UribeEn estos días hemos escuchado algunas noticias de cosas que dice y hace el papa Francisco, y notamos contradicciones; el término frociaggine, traducido en castellano mariconeo, para manifestar que no veía bien la admisión de jóvenes homosexuales en los seminarios, nos sonó mal, es despectivo, y nos dolió porque venía de Francisco, que además de saber bien italiano, es el papa que con sus actitudes y palabras ha mostrado acogida a los cristianos y cristianas que se identifican en las siglas lgbtiq+. Después, a los pocos días, viene otra noticia diciendo que el mismo papa le había respondido una carta a un muchacho gay, quien por sinceridad sobre su orientación sexual había sido expulsado de su seminario, y que Francisco lo animaba a seguir adelante con su vocación.
A veces, cuando medito estas cosas, me parece que Jorge Bergoglio, en este asunto y otros que se discuten hoy en la sinodalidad, afronta también algunos de los problemas que Raymond Burke, Gerhard Müller, Robert Sarah, Joseph Zen y otros tienen con Francisco. Si no es cómodo para Burke, Müller, Sarah y Zen y otros ir al paso de Francisco, tampoco lo es para el mismo Bergoglio. Y para Bergoglio es más difícil todavía porque él no es otro que Francisco; así que no es mi intención hacer juicios al papa que más me ha entusiasmado; ¿quién soy yo para juzgarlo?; rezo por él como siempre nos lo pide. No es fácil tener el timón del barco que es la Iglesia en tiempos de tempestades y de Espíritu Santo.
Quiero, a raíz de estos hechos, plantear mi reflexión y lo hago con el propósito de buscar salidas a muchos de los problemas que vivimos como comunidad eclesial. Escribo a la luz de mi propia biografía y de mis sentimientos, de mi vida en diversos presbiterios y junto a hermanos en un instituto de vida apostólica, de mi experiencia como formador y rector de seminario, tanto en Nairobi como en Medellín, del acompañamiento espiritual que he tenido la gracia de ofrecer a personas que se identifican como homosexuales, algunas de ellas personas que todavía sufren por sus sentimientos y experimentan el rechazo en las instancias eclesiales.
Se trata pues de la norma, vigente todavía, de no aceptar muchachos homosexuales en los seminarios; la norma existe desde hace mucho tiempo y, sin embargo, no se llega a verificar en la realidad y lo que hace es crear dificultades; la verdad es que, como en todo grupo humano, en los seminarios hay un buen porcentaje de varones homosexuales y estos varones llegan a la ordenación y, después, hacen parte del presbiterio y ejercen el ministerio. Somos hombres y nada de lo humano nos es ajeno, por más que lo queramos atajar y reglamentar. Creo que la mayoría de estos seminaristas no tengan como motivación fundamental esconderse, disimular su sexualidad o buscar atajos para satisfacer sus pulsiones, muchos de ellos responden simplemente a un llamado que sienten en sus corazones y llegan con buena voluntad y generosidad.
El problema no es que haya homosexuales en los seminarios ni en los presbiterios y congregaciones, creo que poco a poco vamos reconociendo que es una gracia serlo, como es una gracia ser heterosexual. Nadie se ha esforzado usando su voluntad para ser lo uno o lo otro, nadie ha conquistado en un acto de virtud su orientación, nadie ha decidido ser heterosexual u homosexual, ambas son condiciones humanas, no un trofeo que nos ganamos.
El problema es que, con la norma que los rechaza, los muchachos homosexuales se quedan, en buena proporción, sin formación, y esto porque a medida que se hacen conscientes y dueños de su orientación o llegan a la conclusión que nada pueden hacer para cambiarla, empiezan a reprimir, a llenarse de vergüenza, a negar, a disimular, a sufrir. En estas situaciones es muy difícil que se dé un proceso de formación y resulta muy complicado, aunque no siempre imposible, que alguien pueda crecer como persona y llegar a la madurez, aprender el arte de amar y ser amado, reconocerse don para el pueblo de Dios y entregarse al servicio de la gente.
Hace un tiempo, cuando todavía era yo rector de seminario, nos preguntábamos cómo prevenir los abusos sexuales en general y especialmente a menores. Se daban muchas respuestas, desde iluminar los espacios hasta crear protocolos precisos para el trato a los visitantes. Me parecía prioritario, y así lo expuse sin que mis colegas me dieran sus oídos, que la norma que prohibía recibir a homosexuales tendría que olvidarse si queríamos propiciar sexualidad sana y no propensa a los abusos, y que todos los admitidos, heterosexuales o no, pudieran encontrar un ambiente acogedor para hablar de sí mismos, de sus sentimientos, de su vida y así, desde la confianza y la transparencia indispensables, recibir adecuada formación.
Opino esto, no porque crea que la homosexualidad sea la causa de la pedofilia y otros abusos, como tampoco lo es el celibato, sino porque puedo concluir que una sexualidad reprimida, negada, avergonzada, explota fácilmente en abuso; las ollas de presión a las que les falla su válvula de escape hacen volar por los aires la cocina toda; y algo así ha sucedido y sigue sucediendo en nuestras iglesias, a cada diócesis y congregación le va llegando su estallido.
Y la sexualidad reprimida también se da en muchos heterosexuales, que por la forma en que se afronta el celibato, tienen que guardarse igualmente buena parte de sus sentimientos y experiencias y dejarlos en el armario, no sea que su ordenación encuentre impedimentos. Sí, la vida me lo ha comprobado, en algunos seminarios y casas de formación tanto los homosexuales como los heterosexuales están en el armario y se presume engañosamente de una cierta asexualidad. Sucede también en nuestros presbiterios diocesanos y congregaciones, no todos somos heterosexuales, hay diversidad entre nosotros, y cada uno, en el seguimiento de Jesús, que no es otra cosa que la entrega de sí en el amor, tiene un don para la Iglesia y el mundo.
El papa ha reconocido que hay frociaggine en los seminarios; ya esto es un paso adelante y es una contribución, independiente del término que le haya salido espontáneamente de sus labios y por el que después pidió perdón; al menos no presumió asexualidad y habló sin tapujos; eso sí, hubiéramos esperado un término que no llevara ninguna carga de desprecio y de juicios. Y es que no siempre donde hay homosexualidad hay mariconeo, hay muchos hombres homosexuales que viven con integridad, en fidelidad a su vocación, asiduos en la oración, cuidando sus comunidades, entregados a los pobres.
Reconocer la realidad, así con estos límites, es paso adelante y contribución; ahora habría que hacerse cargo de esta realidad y afrontarla: impedir que cambie la norma de la prohibición es esconder la cabeza como el avestruz y dejar que las cosas sigan como siempre han estado, las que, con norma y todo, no han estado bien. Y no han estado bien porque en este tema hay mucho sufrimiento y Dios no quiere el sufrimiento de nadie.
Hay pues que hacer un hondo discernimiento, sea sobre los candidatos heterosexuales sea de los homosexuales, comprobar su aptitud para liderar al pueblo de Dios, y cumplido esto, confirmar o no, a nombre de la Iglesia, la vocación a la que se han sentido llamados antes de llegar al seminario; no todos los llamados tienen que ser necesariamente escogidos.
Sueño una Iglesia, en la que todos y todas, también nosotros hombres y mujeres célibes, estemos agradecidos y contentos de nuestra sexualidad. Algo me hace pensar que ese muchacho gay, a quien habían echado del seminario por ser sincero y al que Francisco terminó alentando en su vocación, puede ayudarnos a hacer posible este sueño.
Jairo Alberto Franco Uribe
Religión Digital