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JORNADA POR EL CUIDADO DE LA CREACIÓN. UN CIELO NUEVO Y UNA TIERRA NUEVA DONDE HABITE LA JUSTICIA

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“Sed vigilantes, salvad el planeta” 
(Benedicto XVI a los jóvenes en Loreto en 2007)

El próximo día, 1 de septiembre, la Iglesia celebra la Jornada por el cuidado de la creación.
Por suerte nuestro tiempo se besa cada día más con toda naturalidad con la ecología. Ha crecido de manera admirable una conciencia ecológica entre nosotros que se traduce en una honda preocupación por la naturaleza. No sabemos si en el fondo es un cierto miedo a un futuro contaminado en todos los sentidos, a la amenaza real del cáncer o si en realidad es un deseo ardiente de hermanarnos con la naturaleza y descubrir así la huella de Dios en ella. Lo cierto es que en esto nos va la vida. Cada día lo sabemos más. La gente manifiesta una importante preocupación y precaución ante la energía nuclear, las radiaciones, las antenas de telefonía móvil, las torres solares, los abonos químicos, los productos transgénicos e incluso los teléfonos móviles por miedo a posibles radiaciones dañinas o contaminaciones posibles para la salud. Necesitamos muchos más árboles y menos desiertos. Todos buscamos la sombra de los árboles en pleno verano pero muy pocos se preocupan -nos preocupamos- de plantar más árboles.
Necesitamos reconciliarnos con la madre naturaleza, encontrarnos en ella, disfrutar de ella y para eso es imprescindible conocerla, respetarla y amarla.
Yo he crecido a la fe en plena naturaleza. Antes de tener conciencia de Iglesia y mucho más de normas, ritos y estructuras, he rezado en lo alto de los montes, mientras acompañaba a mis cabras, entre almendros y olivos, a la sombra de la ladera de la montaña y en lo alto de los picos más rocosos donde la vista se perdía en el horizonte. Puedo decir, con toda propiedad, que mi fe es primero y esencialmente ecológica.
Desde muy niño he disfrutado contemplando el sol que nace de lo alto y en mi interior he cultivado una preciosa intuición: que tanta belleza no era casual sino regalo de un amor inmenso de Alguien que nos amaba sin medida y al que más tarde pude identificar por la fe de mi madre y la fe de la Iglesia, la otra madre, con el nombre de Dios. 
El primer templo donde yo he rezado siendo niño ha sido la montaña y el valle. Admirado la mayoría de las veces por la luz radiante de la mañana, con tonos rosados y dorados, y asustado en otras ocasiones por la fuerza amenazante de la tormenta cuando los cielos se enlutecían y descargaban inmisericordes sus rayos y truenos, su viento y la furia del agua sobre nuestros trigales ya maduros. Y en esas circunstancias mi madre me enseñó a agradecer y a suplicar.
Me enseñó a agradecer la belleza de las peonías que crecen en la solana de los cerros, el agua que escasea tanto en nuestras tierras manchegas, la vida recién estrenada de los polluelos y perdigones que me encontraba cada día en los nidos y en los surcos por donde caminaba acompañando mi pequeño rebaño. Cuando llegaba la primavera y nuestras sierras, agostadas y maltratadas por los hielos del invierno, se cubrían de verde y de flores, todo exigía una oración y una admiración sin remedio. Cuando las sierras, abarrotadas de jaras, se vestían de flores blancas bellísimas, la oración brotaba de mis labios niños con la misma serenidad con que el agua brota del manantial. Y más de una vez me arrodillé sobre la tierra alfombrada de hierba en lo alto del monte o en el valle para rezar con sencillas oraciones que me había enseñado mi madre u otras que yo mismo me inventaba. Nadie me forzaba, nadie me veía, pero yo sabía muy bien que Dios me miraba con cariño y escuchaba atentamente lo que yo le decía en el secreto del silencio. Era nuestro secreto.
Me enseñaron a agradecer y a suplicar. 
Cada vez que la tormenta amenazaba y oscuros nubarrones, en pleno mes de julio se cernían sobre los trigales y centenos y sobre las vides cuajadas de racimos tiernos todavía, mi madre nos llevaba, a mis hermanos y a mí, a una habitación oscura, a rezar para pedir a Dios que la tormenta no hiciera daño a las cosechas a punto de ser recogidas. Aún puedo ver, si hago memoria en el corazón, la pequeña vela encendida que mi madre guardaba para aquellas ocasiones.
En efecto el primer templo donde he rezado ha sido la naturaleza; y el primer templo material donde he rezado ha sido el que yo mismo he construido con piedras y pizarras para albergar una pequeña piedra, que a mí me parecía una imagen de la virgen, o una pequeña cruz que yo mismo había tallado con mi machete monte arriba y monte abajo. 
Nadie podrá negarme que la naturaleza ha sido para mí ámbito de fe y de encuentro con el Dios escondido que tenía prisa por dárseme a conocer. Aún hoy, después de tantos años, cuando recorro los viejos montes de mi infancia pastoril puedo encontrar, si me lo propongo, pizarras marcadas por mí con una cruz o pequeños garabatos donde puede leerse María. Son las marcas de una fe infantil pero firme que quería abrirse paso con decisión, como la vida.
Yo descubrí muy pronto la huella de Dios en la naturaleza y esta fe infantil se hizo tan intensa que hasta hoy vivo de las rentas de entonces.
Yo quisiera encontrar palabras –y no lo he conseguido- para explicaros la emoción intensa y la experiencia mística que he sentido cuando caminaba de madrugada con mis cabras hacia la cumbre de la montaña mientras los senderos se iluminaban por la luz de la luna llena. Como si una caricia blanca de luz de Dios se hubiera depositado en las piedras y en los senderos, en las encinas y en los tomillos.
Supe después que aquella fe era infantil porque estaba unida solamente a la belleza y no contemplaba el sufrimiento y la injusticia. 
La primera duda o inquietud que surgió en mí vino acompañada del pan. Mi madre nos enseñó a besar el pan cada vez que un trozo se nos caía al suelo. Y recuerdo que siempre nos decía: el pan es un regalo de Dios y no se puede tirar porque hay muchos niños en el mundo que no tienen pan para comer. Y mi fe empezó a llenarse de interrogantes, muy simples, pero muy necesarios para crecer. En la misma naturaleza descubrí la crueldad y la violencia de manera evidente. ¿Cómo olvidar que la culebra devoró en muchas ocasiones los polluelos que yo cada día veía crecer en su nido? ¿Cómo olvidar la picadura cruel de la víbora a mis cabras y su sufrimiento porque no podían comer con la boca hinchada por el efecto del veneno? ¿Cómo olvidar la crueldad del águila que criaba en los riscos del monte llamado Madroñal, que yo tantas veces exploré, cuando se lanzaba sobre los cabritos recién nacidos para convertirlos en su presa?
Descubrí entonces que la vida era compleja y misteriosa. Exactamente igual que sucede con la ecología. 
En ciertos ámbitos sociales se vincula la ecología con una moda más, como si fuera un tatuaje estético que necesita la modernidad. En otros ámbitos la ecología es patrimonio y propuesta exclusiva de la izquierda, de los grupos radicales alternativos y acaba reducida a pura propuesta política y hasta desestabilizadora.
Con frecuencia reducimos la conciencia ecológica a una cuestión puramente vanal y bucólica, pero el ecologismo bien entendido es una auténtica propuesta renovadora y revolucionaria que quiere poner en cuestión grandes dimensiones de la vida social, la instituciones, la economía global, las políticas neoliberales, la tecnología, la ética, para terminar replanteando la situación actual de los derechos humanos y los derechos de la tierra. Se trata de proponer un nuevo paradigma de la vida que promueva una relación entre los humanos más en función de la vida y de su futuro, que del presente y su economía.
La Iglesia ha cometido el pecado de la dejadez y del olvido a la hora de vivir en primera persona la propuesta ecológica. Y ahora parece que tenemos prisa por recuperar el espacio y el tiempo perdido para que nadie nos arrebate lo que ha sido siempre patrimonio eclesial, desde la vida asociada a la madre tierra de Francisco de Asís. Nunca es tarde si la dicha es buena. Pero nos queda mucho camino que recorrer. Aún son escasas las propuestas ecológicas desde el ámbito eclesial y extrañas las homilías que abordan la propuesta ecológica como voluntad de Dios y ámbito de crecimiento humano y espiritual. Aún son escasos los movimientos de apoyo, desde el espacio eclesial, a los grupos humanos, religiosos o no, que tienen entre sus prioridades la ecología. Preferimos ir por libre en vez de sumarnos a lo que ya actúa.
En el último viaje del Papa a Loreto, donde absurdamente se afirma que fueron trasladados milagrosamente los restos de la casa de la Virgen, el Papa nos sorprendía vestido de verde haciendo propuestas ecológicas y concienciando a la comunidad internacional de la urgencia de tomar actitudes positivas hacia el medio ambiente como exigencias de nuestra fe: “Antes de que sea demasiado tarde, es necesario tomar decisiones valientes, que sepan volver a crear una fuerte alianza entre Dios y la tierra”
En su primera encíclica “Deus caritas est” el Papa ya había afirmado sin paliativos: “La fundada preocupación por las condiciones ecológicas en que se encuentra la creación en muchas partes del mundo encuentra motivos de tranquilidad en la perspectiva de la esperanza cristiana, que nos compromete a actuar responsablemente en defensa de la creación”
Y el Papa Juan Pablo II en el número 90 de Vita Consecrata nos animaba “a respetar y defender la naturaleza mediante la reducción del consumo, la sobriedad y una obligada moderación de los propios apetitos” En el ámbito de la vida consagrada se ven cada día más publicaciones y encuentros que abordan la preocupación ecológica, felizmente.
El Encuentro Nacional de Vida Religiosa de Madrid noviembre de 2005, dedicó uno de los catorce talleres de estudio a la justicia, la paz y la integridad de la creación, que arrojó unas conclusiones sorprendentes y esperanzadoras. Algo se empieza a mover con fuerza en la Vida Consagrada en el ámbito de la ecología. Entre las conclusiones aparecen:
Hay una espantosa organización del sistema establecido.
Proponemos:
-Una espiritualidad evangélica, compasiva y samaritana
-Que aliente un estilo de vida sencillo, acogedor y solidario.
-Una práctica social transformadora y liberadora
-En red entre diversas congregaciones e instancias de la Iglesia y otros movimientos sociales.
-A través de la formación inicial y permanente
-Siendo voz profética pública en las situaciones difíciles
En enero del año 2007 CONFER organizó unas jornadas bajo el eslogan: “Ecología: cuestión de justicia y de paz”. En aquellas jornadas, José Eizaguirre, marianista, partía de dos premisas muy elementales, pero de gran calado para entender la situación que estamos viviendo:
“ La situación ecológica del planeta está llegando a un deterioro irreversible debido a un modelo de desarrollo devastador”
“ La solución pasa, por tanto, por un cambio en el estilo de vida consumista de las sociedades desarrolladas, hacia un menor consumo y más respetuoso con el medio ambiente” ( CONFER, volumen 46, número 178, pág 331 ss. Madrid. Abril-junio 2007)
Tenemos planteadas ya dos premisas que nos señalan la situación actual, el problema, y, a la vez, pistas o caminos abiertos por donde tenemos que caminar.
Entre los compromisos de futuro de la Asamblea de la UISG, celebrada en Roma en mayo del 2007, aparece una novedosa propuesta directamente relacionada con el tema que nos ocupa. Dicen las superioras generales: “Tenemos que favorecer el despertar de una conciencia ecológica que se exprese mediante opciones concretas y coherentes”. (Vida Religiosa, número 7/vol. 103. Julio de 2007)
Algo se está moviendo, por suerte, en la conciencia ecológica de la Iglesia y de la Vida Consagrada de hoy.

 

Alejandro Fernández Barrajón

Religión Digital

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