MUJERES, ABANDONAD TODA ESPERANZA
Gregorio Delgado del RíoDesde finales del s. XVIII, la mujer estaba recorriendo un camino en el orden civil, social y político que la llevaría al reconocimiento, por fin, de la plena igualdad con el varón. ¿Cómo explicar que la Iglesia pudiese permanecer sorda y ajena a esta revolución? ¿Por qué no se adaptaba, siguiendo el criterio de Juan XXIII, aunque fuese por una sola vez, a los signos de los tiempos? ¿Acaso tal ideal en la Iglesia era tanto como ‘pedir peras al olmo’?
Para mí, como para muchos en la Iglesia, el Concilio Vaticano II representó una auténtica decepción al no querer afrontar lo que ya estaba en el ambiente: el sacerdocio de la mujer. Sirvió de muy poco, a estos efectos, la interpelación y denuncia del cardenal Léon-Joseph Suenens, Primado de Bélgica, ante los dos mil padres conciliares, todos varones: “¿Dónde está aquí la mitad de la humanidad?”. Sí expresó y proclamó, sin embargo, “la igualdad fundamental entre todos los hombres, que exige un reconocimiento cada vez mayor” (Gaudium et Spes, n. 29) y rechazó “toda forma de discriminación en los derechos fundamentales de la persona, ya sea social o cultural, por motivos de sexo, raza, color, condición social, lengua o religión (…) por ser contraria al plan divino” (Ibidem). Todo, por desgracia, iba a continuar por los mismos derroteros. Es más, se echaría mano del magisterio y así imponer, en ocasiones, una visión que, sin embargo, también siguió siendo contestada.
En efecto, los pontificados de Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI (cfr. Küng, Siete papas, Trotta, 2018), en su muy intensa política restauracionista, impulsarían explícitamente una doctrina contraria al sacerdocio de la mujer (cfr. Delgado, La despedida de un traidor, 2023). El todo poderoso ‘clericalismo’ vaticano, todavía sin neutralizar no obstante su carácter antievangélico (José Arregi, RD), vería cualquier gesto externo favorecedor de la posición de la mujer en la Iglesia como ‘una tremenda ruptura en una tradición bimillenaria, fundada por el propio Cristo” (Henri Tincq). ¡Fundamentalismo interpretativo sin sentido y sin futuro!
Los esfuerzos de Pablo VI (CDF, decl. Inter insigniores, 15.10.19769) y Joseph Ratzinger (OR 10.04.1977, 9-10) no fueron suficientes. Muchos interpretaron tal doctrina como “discutible” e, incluso, se le “atribuye un valor meramente disciplinar”. ¿Qué hacer? ¿Cuál sería la respuesta de Juan Pablo II ante las resistencias ciertas a aceptar la doctrina tradicional?
No hacía falta ser profeta. Respondió con un acto categórico y tajante, que, incluso, buscaba atar las manos de sus sucesores (Henri Tincq): “con el fin de alejar toda duda sobre una cuestión de gran importancia, que atañe a la misma constitución divina de la Iglesia, en virtud de mi ministerio de confirmar en la fe a los hermanos (cf. Lc 22,32), declaro que la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y que este dictamen debe ser considerado como definitivo por todos los fieles de la Iglesia” (Carta Ordinatio sacerdotalis, 22.05. 1994, n 4).
No les fue, sin embargo, bastante. Y quisieron remachar la declaración papal. El Prefecto de CDF, el ya cardenal Ratzinger, se sintió obligado a realizar (OR, ed. esp., 10.06.1994) una explicación y fundamentación teológica de la doctrina proclamada -a mi entender, un ejercicio de auténtica ideología eclesiástica-. Es más, todo ello, incluso lo complementó con una respuesta de la propia CDF a la duda sobre si la doctrina fijada por Juan Pablo II “se ha entender como perteneciente al depósito de la fe”. El 28 de octubre de 1995, la CDF emanó el siguiente respuesta: “Esta doctrina exige un asentimiento definitivo, puesto que, basada en la Palabra de Dios escrita y constantemente conservada y aplicada en la Tradición de la Iglesia desde el principio, ha sido propuesta infaliblemente por el Magisterio ordinario y universal (cf. Lumen gentium, 25,2). Por consiguiente, en las presentes circunstancias, el Sumo Pontífice, al ejercer su ministerio de confirmar en la fe a sus hermanos (cf. Lc 22,32), ha propuesto la misma doctrina con una declaración formal, afirmando explícitamente lo que siempre, en todas partes y por todos los fieles se debe mantener, en cuanto perteneciente al depósito de la fe”. ¿Causa finita o resuelta?
Es obvio que Francisco no ignoraba nada de lo anterior. Sin embargo, en la hoja de ruta de su recién estrenado ministerio petrino, despertó y alentó nuevas esperanzas: “Las reivindicaciones de los legítimos derechos de las mujeres, a partir de la firme convicción de que varón y mujer tienen la misma dignidad, plantean a la Iglesia profundas preguntas que la desafían y que no se pueden eludir superficialmente” (Evangelii Gaudium, n. 104). ¡Plenamente de acuerdo! ¿Qué ha ocurrido después?
En coherencia con tal convicción, Francisco ha sido el papa que, no obstante las resistencias que hubo de superar, ha dado un mayor impulso a acciones concretas a favor de la mujer. Todos lo hemos visto y verificado. A pesar de todo, probablemente dada la intensa polarización existente en el interior de la Iglesia, se vio obligado a echar el freno y a proclamar que el orden sacerdotal no es posible para la mujer: “Juan Pablo II fue claro al respecto, y cerró la puerta y yo no voy a volver atrás en esto. Fue un asunto tratado con seriedad y no un caprichoso” (Decl. Agencia Reuters, 20.06.2018). Tuvo que eludir la cuestión y optar por lo menos comprometido. ¿Estamos ante una falta de coraje?
En este marco de retirada (detrás de la muralla), ha de situarse, en mi opinión, lo ocurrido con el Sínodo de la sinodalidad. Me parece pertinente esta pregunta: ¿por qué, al final, el Sínodo, que tantas energías ha consumido a lo largo de varios años, y que tan claramente se ha manifestado en relación a la posición de la mujer en la Iglesia, ha resultado, precisamente, una experiencia ‘fallida’ (Martínez Gordo, RD) a este respecto y que ‘defrauda’, al decir de J. Manuel Vidal, RD?
¡Tremenda decepción! ¡Incomprensible en estos tiempos! ¡La Iglesia ahora está perdiendo también a la mujer!
¿Hemos de dar por perdida la causa? ¿Hemos de conformarnos con recordar a las mujeres el verso de Dante a la entrada del infierno: ‘abandonad toda esperanza’? Personalmente, me resisto a resignarme y a ‘acostumbrarme’ a ciertas inmovilidades e inmutabilidades, olvidando que la propia Iglesia se hizo en movimiento y en cambio constantes. No me resigno al silencio cómplice en una Iglesia en la que ella misma (sus lideres más significados) no cree que pueda cambiar “porque son como son, son como Dios los hizo, y eso, obviamente, eso es intocable, irrenunciable, incuestionable” (J. María Vigil, RD). No me acostumbro a la sumisión ni a la obediencia absolutas, pues prefiero ejercer la libertad de los hijos de Dios.
Estamos ante una cuestión de gran calado si se quiere caminar con paso firme y seguro en la reforma indispensable de la Iglesia. Muchos fieles ya tomaron su decisión: abandonar. Eso sí, en silencio, sin hacer ruido. ¿Por qué no abordar un planteamiento más profundo y más radical, más fundamentado, que contemple todas las cuestiones teológicas subyacentes? (Ibidem) ¿Por qué no se abre un debate serio en la Iglesia en torno a aspectos de su historia, de su modelo organizativo, de la revelación y del magisterio? ¿Por qué, muy en particular, no se abordan problemas de enorme trascendencia como el funesto ‘clericalismo’ imperante o “el desalojo del ejercicio y justificación del modelo de un poder unipersonal, absolutista y monárquico que sigue imperando” (Martínez Gordo, RD. Cfr. Quinn, La reforma del papado, Herder, 2000) en todos los órdenes? ¿Por qué, en definitiva, no se arriesga en serio en “la apuesta -clara y firme- en favor de una reorganización codecisiva, descentralizada y policéntrica en todo aquello que es opinable, que, por cierto, es mucho; bastante más de lo que se cree" (Ibidem. Cfr.Delgado, Principios jurídicos de organización, en Ius Canonicum, 1973, n. 26)?
En todo este contexto, participo de la crítica de Küng (Siete papas, 119) a ciertos aspectos a los que Pablo VI dirigió su mirada: “…este papa mira también hacia atrás, hacía el pasado; pero no al Nuevo Testamento y a la Iglesia del primer milenio, sino a los principios de la reforma gregoriana del siglo XI …”. En realidad, su ‘Roma’ eterna es ‘de hecho la Roma medieval, la Roma del sistema romano (Ibidem). Demos un paso más y atrevámonos a preguntarnos si esta perspectiva no estuvo también presente en papas tan restauracionistas como Juan Pablo II y Benedicto XVI? ¿Acaso el sistema romano de Iglesia (el prioritario desde la Edad Media) no generó en parte una concepción del poder, un sentido y organización del mismo en la Iglesia, que genera muchas dudas acerca de su armonía con el Evangelio? ¿Se está seguro, más allá de toda duda razonable, que el ejercicio del magisterio, tal y como ha llegado hasta nosotros, no tiene nada que ver con ese sistema romano al que sirvió? La respuesta a estos interrogantes es esencial.
Sinceramente, creo necesario recordar de nuevo a Küng. Ese modelo jerárquico de poder en la Iglesia, el que está aún vigente, “¡no es el tradicional católico!”. Es el de la reforma gregoriana (s. XI). Pero, se impuso “usando todos los medios de la excomunión, el interdicto y la inquisición (…). Y eso, amparándose en falsificaciones masivas (especialmente el Peseudo-Isidoro), que presentaron las innovaciones romanas del segundo milenio como tradiciones católicas del primero.No; según lo averiguado por historiadores serios de la Iglesia, lo que aquí se llevó a cabo no fue únicamente, como pretende Roma, una salvaguardia de la tradición., sino también una innovación de la tradición. O, más exactamente, una suplantación, un estrechamiento y, en parte, incluso una falsificación de lo católico por obra de lo romano. Un modelo ‘católico romano’ nuevo (…) Acentuada y consolidada más tarde por la polémica, la apologética y la política contrarreformistas y antimodernistas” (Ibidem). ¿Acaso no es necesaria una revisión seria de lo que ha ocurrido en el periodo de vigencia del sistema romano de poder, de la necesidad y oportunidad de los términos en que se ejerció el magisterio, en algunas cuestiones, a partir de la contrarreforma?
Es muy triste verificar cómo en la Iglesia se marginan o se olvidan situaciones y realidades históricas innegables: “El origen del cristianismo está lleno de movimientos sociales religiosos, influjos aleatorios, reacciones, corrientes ideológicas, aportaciones plurales, combinaciones, influencias contextuales…” (J. María Vigil, RD). Todo un ‘itinerario incesante de transformaciones históricas’ (Ibidem). ¿Por qué negar que el ejercicio histórico del magisterio haya podido estar, en ciertos momentos, al servicio o en función de una idea unificadora que ha venido históricamente apocando la libertad de los hijos de Dios (pluralismo)? ¿Por qué negar una posible práctica magisterial, tan grata al sistema romano en vigor, a la que se aludía en la nota que circuló en el aula conciliar (Küng, Siete papas, 124) y que contenía este proverbio latino: ‘El Senado no se equivoca; y si se equivoca, no corrige su error, para que no se note que se ha equivocado’?
Llegado a este punto, por poner un ejemplo, me parece oportuno recordar la esclarecedora experiencia habida con Pablo VI en el tema del control de la natalidad (Enc. Humanae Vitae): “…lo que preocupaba al papa (cfr. Küng, Siete papas, 125) no es la píldora,… sino el prestigio del magisterio de la Iglesia (…) la infalibilidad del papa, la continuidad, la autoridad, la inerrancia, o sea, la inmunidad al error del magisterio papal, garantizada para determinados casos, según la doctrina romana, por el Espíritu Santo”. Algo muy parecido ha podido experimentar Francisco ante la puerta cerrada definitivamente por Juan Pablo II respecto del sacerdocio de la mujer. ¿Cómo ahora volver atrás? ¿Dónde quedaría el prestigio del magisterio del papa polaco? Y, cómo no preguntarse: ¿dónde queda la “igualdad fundamental entre todos los hombres” y el rechazo a “toda forma de discriminación en los derechos fundamentales de la persona (…) por motivos de sexo” (Gaudium et Spes, n. 29)?
En este momento, viene a mí memoria el recuerdo de Carlo M. Martini. La Iglesia se ha quedado retrasada mucho tiempo. Aparece cansada y paralizada (Francisco). Le urge liberarse de los muchos miedos que la atenazan y oprimen. Ha de mostrar, por el contrario, confianza en Jesús y coraje para dar testimonio del mismo con la propia vida. “Solo el amor vence al cansancio” (Martini). En cualquier caso, el ejercicio concreto del magisterio es susceptible de ser sometido a un juicio de necesidad y oportunidad. No me parece admisible recurrir al mismo para limitar desarrollos doctrinales que se oponen a defensas ideológicas y no evangélicas. Hace falta, ahora mismo, una “teología científica seria” (Küng) y convincente, absolutamente alejada de todo servilismo al magisterio. Orientación, por cierto, sugerida y reclamada por Francisco.
Gregorio Delgado del Río
Religión Digital