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Libro de la biblia

* Cita biblica

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Fecha de Creación (Inicio - Fin)

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SANTA MARÍA DE LA ESPERANZA DE ADVIENTO

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Joaquín y Ana acudían cada sábado a la sinagoga. Lo hacían acompañados siempre de María, su hija, desde que esta comenzó a dar los primeros pasos y a balbucear algunas palabras. Querían que se introdujera en el conocimiento de la Torá y que se fuera imbuyendo, poco a poco, de la confianza que Yahvé enviaría pronto al Mesías que salvaría a Israel, tal y como lo habían anunciado los profetas.

Aquel día, el lector se había hecho eco de las palabras de Jeremías "Se acercan los días, dice el Señor, en que cumpliré la promesa que hice a la casa de Israel y a la casa de Judá".

Joaquín y Ana lo comentaban, después, en casa, mientras cada uno de ellos realizaba su trabajo cotidiano: el primero, curtiendo alguna piel, con la que hacer, después, un zurrón o alguna otra prenda de vestir. Mientras Ana, por su parte, amasaba la harina, con la que cocer el pan más tarde. María, que estaba ya un poco más crecidita, realizaba algunas labores que su madre le había encomendado. Lo cual no era óbice para que no se perdiera detalle de lo que estaban hablando sus progenitores.

- Entonces, el Mesías, ¿está ya a punto de llegar?, preguntó la niña, más con aire de curiosidad que de expectación.

Joaquín y Ana se miraron, mostrando cierta sorpresa en sus caras, pues pensaban que la pequeña permanecía ausente a sus palabras.

- Nosotros, hija, no sabemos los tiempos, respondió el padre. Sólo Yahvé, con su infinita sabiduría, sabe cuándo es bueno para nuestro pueblo que llegue el Mesías. A nosotros sólo nos queda estar expectantes y mantener viva la esperanza.

María apenas comprendía qué quería decir eso de "estar expectante y mantener viva la esperanza". Creyó oportuno no preguntar más, pues, llegado el caso, ya se enteraría, cuando, desde el Templo de Jerusalén, anunciasen que ya había llegado allí el Mesías. En su cabeza no cabía otra posibilidad que no fuera Jerusalén, en su Templo santo, donde se diera a conocer el Mesías.

Todo sucedió una tarde. María, una jovencita, ya en estado de merecer, se encontraba entregada a la oración, cuando, de pronto, sintió como si una voz le dijera:

- Sí, quiero venir ya a mi pueblo.

María se asustó, al pensar que alguien se hubiera podido introducir en el lugar apartado donde ella se encontraba.

- No te asustes, María, volvió a sentir de nuevo la misma especie de voz. Yo soy Yahvé que te pido permiso para que el Mesías llegue a mi pueblo a través de tu persona. No es, precisamente, el Templo de Jerusalén el lugar apropiado que yo considero para tan gran acontecimiento.

- Entonces..., pero es que..., me parece..., a lo mejor....

- No tengas miedo, María, yo estoy contigo y lo estaré siempre, hasta el final.

María hizo un gesto brusco con la cabeza, como si quisiera desaturdirse de semejante pesadilla.

- Estás bien, María; no has perdido el juicio, pareció sentir que, de nuevo, le decía la voz. Sólo te pido que mantengas viva la esperanza en mi palabra.

Cuando se hubo calmado, María comprendió que aquello iba en serio y que la esperanza, en la que tanto y siempre habían insistido los profetas y que se le reclamaba ahora a ella, de manera insistente, no consistía en cruzarse de brazos para que, cuando llegase el momento...

Quedó profundamente contrariada, todo hay que decirlo, cuando volvió a recordar lo que le había dicho aquella voz:

- El Templo no es el lugar apto para que, a través de él, llegue el Mesías.

- ¿Cómo puede ser eso?, se preguntaba una y otra vez ella, para sus adentros.

De golpe, como si una luz resplandeciente le hubiera deslumbrado, le vino a la mente las palabras del profeta Isaías, referidas al Mesías, que había escuchado tantas veces en la sinagoga:

- “No clamará, ni gritará ni alzará su voz en las calles. No acabará de romper la caña quebrada ni apagará la mecha que apenas arde”.

Fue, precisamente, en ese momento cuando comprendió que Yahvé no era el Dios todopoderoso, capaz de convertir en real hasta lo más absurdo, sino el padre bueno que se cuida de todos sus hijos; con especial esmero de los más débiles "A los pobres los colma de bienes, mientras a los ricos los despide vacíos".

Desde aquel instante experimentó, de manera más fuerte, que su esperanza se había convertido en certeza de que "La misericordia de Yahvé se iba a extender de generación en generación".

Y, por supuesto, que la llegada del Mesías significaría poner el mundo patas arriba "Dispersando a los soberbios, derribando a los poderosos, enalteciendo a los humildes".

Comprendió, finalmente, que la esperanza no consistía en aguardar a que todo viniera del “templo”, sino a tener el corazón siempre despierto para descubrir la "Buena Noticia" en cada acontecimiento y en cada persona, y, después, hacerla presente en medio de la vida de cada día.

 

Juan Zapatero Ballesteros

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