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AUNQUE LOS TELEVISORES SE LLENEN DE MUERTOS

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Lc 16, 19-31

Esta parábola de Jesús está basada en una parábola conocida en Israel, de origen egipcio, en la que se oponía un publicano rico con un pobre escriba.

El rico no trabaja, sino que se da grandes banquetes todos los días. Lázaro (etimológicamente "Dios ayuda") es un mendigo lisiado y sarnoso: tiene su puesto de mendigo a la puerta del rico, escena habitual en aquel país y tiempo en que no había más que tres clases sociales: los ricos; los pobres que trabajaban con sus manos y ganaban mal que bien lo justo para vivir; y los mendigos, ciegos, cojos, lisiados, en número enorme.

Lo que se tira de la mesa de los ricos no es lo que cae, no son las migajas: es lo que se desperdicia, se tira intencionadamente.

El destino de los dos responde a la mentalidad judía habitual.

El seno de Abrahán es el lugar de honor en el convite, recostado en el diván ante el anfitrión. Se concibe el destino de los justos como un banquete con los antepasados, especialmente con los Patriarcas. (Otras veces la imagen es un jardín surcado de aguas vivas)

El hades es un lugar de castigo no definitivo. Es un estado intermedio, diferente de "la gehenna", que tiene más carácter definitivo. (El nombre está tomado del valle del mismo nombre al sur y oeste de Jerusalén, donde en la antigüedad se quemaban los niños en sacrificio, y en consecuencia fue tenido por lugar de horror, impuro y maldito).

Es habitual en la mentalidad judía la comunicación entre los destinados a uno y otro lugar, aunque el abismo a que se refiere Abrahán hace referencia a la imposibilidad del cambio de destino tras la muerte.

Es ésta una típica "Parábola con dos acentos", con dos momentos cumbres. El primero es la muerte de los dos protagonistas y su destino. El segundo, la frase final de Abrahán: en estos casos, el acento primero tiene menos importancia: el importante es el segundo.

El primero es el cambio de destino en el más allá. Es una doctrina tradicional, no el mensaje de Jesús. Los judíos (al menos los que creen en la vida eterna, como los fariseos a quienes se dirige la parábola) piensan en la inversión de los bienes y los males en la vida futura. Jesús recoge esta doctrina, aunque el hecho de recogerla no es siempre sinónimo de avalarla, sino que parte de esto para dar su propia doctrina.

La Parábola continúa la del administrador infiel que leíamos el domingo pasado: "Haceos amigos con el dinero injusto, para que cuando os falte, os reciban en las moradas eternas" decía la anterior. Y esto llega, dice la de hoy, y cuando menos penséis. La correcta administración de los bienes es asunto tan serio como la parábola de hoy refleja. Pero este mensaje es conocido. Es la segunda parte la que distingue a Jesús.

El segundo es el rechazo de las peticiones del rico. Es lo que añade Jesús. Al rico y sus hermanos, que viven así, ni un milagro les cambiará el corazón. Es una parábola de desconfianza, semejante a la del camello y el ojo de la aguja.

No está en el mensaje de la parábola, ni es lícito sacar de ella la conclusión de que se premia la miseria por sí misma, ni la "resignación" del pobre.

La doctrina de Jesús sobre el dinero parece escalonarse en tres etapas.

La primera se expresa en Lucas 12,16, la parábola del rico insensato que, tras una gran cosecha, amplía sus graneros y se dice:

- "Descansa, alma mía; come, bebe, pásalo bien"

Pero Dios le dijo:

- "¡Imbécil! Esta misma noche te van a reclamar la vida: todo lo que tienes guardado, ¿para quién será".

Parece como si a Jesús, los ricos que afanosamente atesoran sus bienes le dan más bien lástima, o risa, le parecen ridículos. Se les aplica la pequeña parábola de Mateo 6,19:

"No amontonéis tesoros de la tierra, que los destruye la polilla o se los llevan los ladrones. Amontonad tesoros para el cielo, donde no hay polilla, ni herrumbre, ni ladrones"

Es la característica siempre presente en la enseñanza de Jesús: esta vida es para siempre, para construir la definitiva. Si no se toma así, es hacer el ridículo, es perder la vida.

Pero el dinero, amontonar dinero, tiene para Jesús otra dimensión más evidente y más radical. Es la que se expresa en la parábola de hoy. Se trata de un rico injusto, que crea miseria alrededor, que no tiene compasión de los otros, que tiene su dinero para disfrutar él y se desentiende del dolor de los otros. Y aquí Jesús se pone amenazador, intransigente, temible. La posesión creadora de injusticia, la riqueza que endurece el corazón.

La parábola de hoy estremece porque subraya lo irremediable del destino del rico y sus hermanos. Ni hay perdón para los que producen esa injusticia, ni hay remedio tampoco: aunque un muerto resucite, no cambiarán.

Más allá aún, está "entrar en el Reino", y se refleja muy bien en la escena del joven rico (Mateo 19,16 y par.). Todo lo cual culmina en el "dichosos los pobres", pero este tema nos llevaría mucho más lejos, demasiado para hoy.

Todo ello nos lleva a considerar esa radical desconfianza de Jesús hacia el dinero, porque "endurece el corazón", y esto no solamente impide entrar en el Reino sino que excluye de la categoría de "humano", hace insolidario, insensible a las dificultades de los demás, incluso cuando éstas son tan angustiosas como el morirse de hambre y de miseria.

Es impresionante comprobar que dos de las más "definitivas" parábolas de Jesús hacen referencia a este tema de manera radical: la del buen samaritano y la del juicio final.

En la primera, la medida de la religiosidad verdadera está en la compasión, excluyendo expresamente el carácter sagrado (el sacerdote y el levita) o el carácter de "extranjero hereje" (el samaritano). "Se compadeció" y echó una mano: ése se ha portado como prójimo, ese cumple el mandamiento que es igual que el primero, ése ama a Dios.

En la parábola del juicio final se da el resumen definitivo de toda la doctrina sobre el modo de actuar humano y salvador: "a Mí me lo hicisteis" aun cuando no supierais que me lo hacías a Mí. La relación de la Religión, el Amor a Dios, la Salvación, estar en el Reino y todo lo demás con el uso de los bienes para bien de todos no puede ser más subrayada.

Nosotros vivimos bien, en líneas generales, vivimos en sociedades ricas, disponemos de lo necesario y quizá de mucho más que lo necesario, hasta el punto que nos parece necesario lo que a otros muchos les parece un lujo y un derroche.

Comemos tres o cuatro veces al día, cambiamos de ropa según las estaciones, disponemos de numerosas comodidades domésticas, tenemos uno o varios coches, salimos a cenar...

Y en el mundo entero, y asomadas a nuestros hogares por las pantallas de TV, 70.000 personas se mueren diariamente de hambre y desnutrición. ¿No estamos representados, espantosamente bien retratados, en el rico que banqueteaba a diario mientras Lázaro se pudría a su puerta?

¡Pero nosotros somos los buenos, los que conocemos a Dios, los invitados a la intimidad con Dios, los que heredaremos la vida eterna!

Se estremece uno al pensar en todo esto, al comprobar cómo se ha endurecido nuestro corazón. Se estremece uno al escuchar las palabras de Abrahán: "aunque un muerto resucite, no cambiarán". Y desde luego, nosotros vemos muertos de hambre todos los días, y no cambiamos. Tenemos el dinero suficiente para que eso no suceda, pero nos lo gastamos en vivir mejor.

Saquemos dos conclusiones.

En primer lugar, en expresión de Jon Sobrino, no tenemos otra salida que la "austeridad solidaria". En nuestro consumo, las famosas tres R de los ecologistas: reducir (el consumo), reutilizar, reciclar, para salvar el planeta y nuestra propia persona, nuestra humanidad.

Pero añadiendo otra R: "redistribuir", hacer que lo que nos sobra salve vidas, dé vida a otros. Y no lo que nos sobre según el nivel de vida que tenemos, sino el que debemos tener, atendiendo a lo verdaderamente necesario, no a lo superfluo que a nosotros nos parece hoy imprescindible.

En segundo lugar, pensando a nivel mundial. El mundo es hoy una proyección perfecta de la parábola: naciones enteras viviendo en la abundancia: naciones enteras (muchísimas más), muriendo de hambre y de enfermedad y de miseria. Con lo que tiran las primeras podrían saciarse las segundas.

La tremenda crisis que han supuesto los ataques terroristas ha hecho que muchas personas en el mundo se pregunten por las causas profundas de tanto odio. Y todos las ven: la injusticia radical de las relaciones entre los pueblos, a las que se añade la tragedia del fundamentalista religioso, idolatría absoluta carente de todo viso de religión.

Si la dramática situación que hoy vivimos no nos hace reflexionar sobre las semillas de odio y venganza que siembra en el mundo la radical injusticia de las relaciones económicas internacionales, se cumplirán otra vez las terribles palabras finales de la parábola: aunque los muertos resuciten, aunque los televisores se llenen de muertos - muertos de hambre o de terrorismo, qué más da - las mismísimas salas de estar de sus hogares, no cambiarán.

 

ORACIÓN EN COMÚN

Hacemos juntos un acto de fe, un Credo no dogmático: decimos juntos que nos fiamos de Jesús, proclamamos que para nosotros Él tiene palabras de vida eterna:

 

Creo que son felices los que comparten,

los que viven con poco,

los que no viven esclavos de sus deseos.

 

Creo que son felices los que saben sufrir,

encuentran en Tí y en sus hermanos el consuelo

y saben dar consuelo a los que sufren.

 

Creo que son felices los que saben perdonar,

los que se dejan perdonar por sus hermanos,

los que viven con gozo tu perdón.

 

Creo que son felices los de corazón limpio,

los que ven lo mejor de los demás,

los que viven en sinceridad y en verdad.

 

Creo que son felices los que siembran la paz,

los que tratan a todos como a tus hijos,

los que siembran el respeto y la concordia.

 

Creo que son felices los que trabajan

por un mundo más justo y más santo,

y que son más felices

si tienen que sufrir por conseguirlo.

 

Creo que son felices los que no guardan en su granero

el trigo de esta vida que termina,

sino que lo siembran, sin medida,

para que dé fruto de Vida que no acaba.

 

Y creo todo esto porque creo

en Jesús de Nazaret, el Hijo,

el hombre lleno del Espíritu, Jesús, el Señor.

 

José Enrique Galarreta

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