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DIOS ESTÁ EN EL DOLOR IGUAL QUE EN LAS ALEGRÍAS

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VIERNES SANTO (C)

Jn 18-9

Las tres partes de la liturgia del Viernes Santo expresan el sentido de la celebración. La liturgia de la palabra nos pone en contacto con una realidad que queremos vivir. La adoración de la cruz nos lleva al reconocimiento de un hecho que tenemos que tratar de asimilar. La comunión nos recuerda que debemos comprometemos en la entrega.

No es nada fácil hacer una reflexión sencilla y coherente sobre el significado de la muerte de Jesús. Se ha insistido tanto en lo externo, en lo sentimental, que es imposible ir al meollo de la cuestión. No debemos seguir insistiendo en el dolor. El amor, manifestado en el servicio, es lo que demuestra su verdadera humanidad y, a la vez, su plena divinidad.    

La muerte aporta una increíble dosis de autenticidad. Sin esa muerte y las circunstancias que la envolvieron, hubiera sido mucho más difícil para los discípulos dar el salto a la experiencia pascual. La muerte de Jesús es sobre todo un argumento definitivo a favor del amor. En la muerte, Jesús dejó claro que el amor era más importante que la vida.

La muerte en la cruz, analizada en profundidad, nos dice todo sobre la personalidad de Jesús. Pero también lo dice todo sobre nosotros mismos, si nuestro modelo de ser humano es el mismo que tuvo él. Nuestra tarea es descubrir en lo hondo de nuestro ser ese modelo.

La muerte no fue un mal trago que tuvo que pasar Jesús para alcanzar la gloria sino la suprema gloria de un hombre al hacer presente a Dios con el don total de sí mismo, viviendo para los demás. Dios está siempre y solo donde hay amor. Si el amor se da en el gozo, allí está Dios. Si el amor se da en el sufrimiento, allí está también Dios.

El hecho de que no dejara de decir lo que tenía que decir, ni de hacer lo que tenía que hacer, aunque sabía que eso ponía en peligro su vida, es la clave para compren­der que la muerte no fue un accidente, sino algo fundamental en su vida. La muerte no tenía importancia; pero el que le mataran por ser fiel a sí mismo y a Dios, es la clave.

La buena noticia de Jesús es que Dios es amor. Como no aceptamos un Dios que se da infinitamente y sin condiciones, no acabamos de entrar en la dinámica de relación con Él que nos enseñó Jesús. El tipo de relaciones de toma y da acá, que seguimos desplegando nosotros con relación a Dios, no puede servir para aplicarlas al Dios de Jesús.

Un Dios que nos exige deshacernos, disolvernos, aniquilarnos en beneficio de los demás, no para tener en el más allá un “ego” más potente, sino para quedar incorporados a su SER, que es nuestro verdadero ser, no puede ser atrayente para nuestra conciencia de personas individuales. Este es el nudo gordiano y es el Rubicón que no nos atrevemos a cruzar.

La muerte de Jesús deja claro que el objetivo de su vida fue manifestar a Dios. Si Él es Padre, nuestra obligación es la de ser hijos. Ser hijo es salir al padre, imitar al padre. Esto es lo que hizo Jesús, y esta es la tarea que nos dejó, si de verdad somos sus seguidores.

Al adorar la cruz esta tarde debemos ver en ella el signo de lo que Jesús quiso trasmitirnos. Ningún otro signo abarca tanto, ni llega tan a lo hondo como el crucifijo. Pero no podemos tratarlo a la ligera y como simple adorno. Tener como signo religioso la cruz, y vivir en el hedonismo más hiriente, indica una falta de coherencia que nos tenía que avergonzar.

 

Fray Marcos

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