"NO SE SABE SI ES EL PAPA EL QUE MANDA"
Juan G. BedoyaCallarse o romper. Obedecer o abandonar el convento. Seguir con sus hermanos franciscanos en el santuario de Aranzazu o irse a un piso, solo. La decisión de José Arregi (Azpeitia, Guipúzcoa. 1952) ha sonado como un mazazo en los campanarios del catolicismo. Otra crisis, otro teólogo que dice basta a los inquisidores.
En la otra orilla del conflicto, el polémico nombramiento de José Ignacio Munilla como obispo de San Sebastián, en contra de la inmensa mayoría del clero de la diócesis. Munilla no ha aguantado las críticas y se ha cobrado la cabeza de Arregi en nombre de todas las demás.
Entrevistamos al teólogo en medio de un alboroto, desbordado por llamadas de solidaridad y por las críticas.
He visto en la prensa católica textos crueles contra usted, muy poco cristianos.
No leo esos comentarios, y menos en estos días, por falta de tiempo y por higiene mental. Cada uno tiene derecho a expresar su opinión, siempre que no falte al mínimo respeto. Pero es difícil decir dónde está el límite, y es preferible pecar de anchos que de estrechos.
(Arregi nació en un hogar pobre de Guipúzcoa, entre caseríos y montañas, cuarto de 14 hermanos. Frágil y correoso, la mirada y la voz del teólogo se emocionan cuando recuerda al padre, "de manos muy grandes, como el corazón", un padre bueno, pero algo testarudo. "Sabía mucho, mi padre, pero nunca supo ni leer ni escribir, ni palabra de español. Pero nunca se perdió". Murió hace tres años, a los 97).
Suele decirse que no hay nada que se parezca más a un obispo que otro obispo. Munilla no es distinto. ¿O sí?
Los obispos, como hombres que son (¡ojalá fueran también mujeres!), son tan diferentes entre sí como todos los demás. Lo que les hace demasiado iguales es la función que les asigna la eclesiología jerárquica, que no solo sigue vigente, sino que se está reforzando, en contra de la historia y del Evangelio: una eclesiología que hace a los obispos, de hecho, meros embajadores y ejecutores de las órdenes del Papa.
Pero cuando todo depende del Papa, nunca se sabe si es él el que manda o el aparato que le rodea, con su oscura trama de intereses y conjuras curiales. Apelar ahí al Espíritu Santo y al Evangelio de Jesús es un sarcasmo.
Con usted se han comportado como los secretarios de Organización de los partidos políticos. Disciplina, unidad, la ropa sucia se lava en casa... La historia se repite con frecuencia. ¿Ve alguna esperanza de cambio?
No a corto y medio plazo. Si los obispos del futuro van a salir, como es normal, de los seminarios de hoy, no pueden sino prolongar e incluso agravar el dogmatismo y la intolerancia actuales.
Comprendo que la Iglesia, como todo grupo humano, necesita un marco institucional más o menos coherente. Pero si las instituciones religiosas no son capaces de ser mucho más tolerantes que los partidos políticos con la diferencia y la disidencia internas -y no lo son-, no tiene sentido que sigan hablando de Dios y del Evangelio de Jesús.
(La madre de Arregi es una mujer fuerte, como las de la Biblia, capaz de sufrir sin quejas. Tiene 82 años y aún sigue cociendo hogazas en el horno del mismo caserío en el que dio a luz a todos sus hijos, menos al último, que nació en un hospital en 1969. La madre trabajaba 18 horas al día, y a veces más, en casa y en el campo. Justo aprendió a leer y a escribir, y algo de castellano).
La ruptura con la jerarquía era una crónica anunciada. ¿Esperaba algo distinto?
Desde hace años presentía que algún día habría de llegarme también a mí la prohibición de enseñar Teología y todo el conflicto personal e institucional que eso conlleva.
El pontificado de Juan Pablo II, con Ratzinger al frente de la Congregación para la Doctrina y la Fe, ha invertido el rumbo de la Iglesia, ha truncado los sueños conciliares de aggiornamento ha alterado el perfil del episcopado.
Ha vuelto a la Iglesia la persecución antimodernista que el Vaticano II parecía haber desterrado para siempre. Era inevitable que también me afectara. Solo hizo falta para ello que me hiciera un poco más conocido.
Han sido sus hermanos superiores los que le han forzado a dejar la orden si se negaba a callar. ¿Cómo ha sido el proceso?
No han sido mis superiores los que me han forzado, propiamente. Más bien, son ellos los que han sido forzados a callarme. Mi negativa les ponía entre la espada y la pared: o ellos se enfrentaban a la autoridad episcopal o yo debía salir. Lo primero, aunque sea triste, es impensable en la orden franciscana de hoy.
(Los padres de Arregi se casaron en el santuario de Aranzazu -en 1947, a las ocho de la mañana- y llevaban todos los años a sus hijos en peregrinación al monasterio. Era el día más esperado. Una vez, José Arregi, con apenas siete años, acudió solo con su padre. Mientras una larga doble fila de frailes despedía a los peregrinos, el padre le preguntó: "¿No te gustaría ser franciscano?". El niño dijo que sí.
A los 10 años entró en el seminario. Era un chico estudioso, formal, piadoso, también muy inseguro. Estudió la primera Teología en Aranzazu, entre 1972 al 1976. Era el posconcilio. Llegaban los nuevos aires.
Años más tarde, fue a estudiar Teología Superior al Instituto Católico de París (de 1982 a 1986). Arregi sufrió el gran choque. Pero la transformación decisiva se produjo en 1987, mientras trabajaba en la tesis sobre el diálogo interreligioso a partir del gran Hans Urs von Balthasar.
"Vi que esa teología me abocaba a un callejón sin salida, rompí con el absolutismo cristiano y adopté un paradigma pluralista. Ahí empezó para mí otra historia, que me ha conducido a la encrucijada en la que me hallo. Pero la vida sigue").
Muchas veces las jerarquías castigan por decir la verdad (a los que tienen la razón). ¿Cuál es la suya?
Lo digo sinceramente, no pretendo tener razón. Solo pido que haya lugar en la Iglesia para poder pensar, enseñar y actuar de manera diferente, y que las opiniones que se consideran erradas se combatan únicamente con argumentos de razón.
Si el cristianismo no quiere convertirse en una pieza de museo o en una secta, deben darse unas enormes transformaciones de fondo: democratización de todas las instituciones, lectura crítica de la Biblia (y, con más razón, del dogma), vivencia de una espiritualidad mística y transformadora más allá de todo dogmatismo y moralismo, aceptación del principio de la laicidad...
¿Qué va a hacer ahora? ¿Cómo va a vivir?
Seguiré dando clases en Deusto, aunque no de Teología. Y viviré en Arroa Behea, un pueblecito de Guipúzcoa a dos kilómetros del mar. Allí compraré un piso con la ayuda de los franciscanos y un préstamo del banco.
Juan G. Bedoya
El País