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LA CONVERSIÓN QUE PIDE EL EVANGELIO

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Lc 13, 01-09

El presente relato, exclusivo de Lucas, plantea una reflexión sobre la conversión, en forma de parábola, tomando pie de unos sucesos dramáticos que habían conmocionado a la población.

Para entender la "novedad" de la respuesta de Jesús, es preciso conocer que, en la mentalidad judía, la enfermedad y el mal, en general, eran consecuencia del propio pecado. La ausencia de mal, por el contrario, era considerada signo de la bendición divina.

Jesús se desmarca de esa idea tradicional, desatando el nudo "religioso" entre sufrimiento y pecado. Al haber anudado ambas realidades, quienes sufrían cualquier calamidad se convertían automáticamente en objeto de juicio condenatorio por parte de los demás y ellos mismos se veían abocados a un angustiante sentimiento de culpabilidad y desesperanza. La desgracia los limitaba; la culpabilidad terminaba hundiéndolos.

Es sabido que la autoridad tiende con facilidad a generar sentimientos de culpa, porque un sujeto culpabilizado se convierte en alguien sumiso y dispuesto a seguir los dictados del superior. Desde los papás que amenazan al hijo con no quererlo si no hacen lo que le mandan, hasta la religión que habla de castigos, lo que se está buscando –consciente o inconscientemente- es "obediencia" y sumisión.

La culpabilidad, sin embargo, hace daño. Entre ella, que suele acabar en el hundimiento, y la irresponsabilidad que infantiliza y, en forma de autojustificación, fortalece el narcisismo, la actitud sana es la responsabilidad, como sentimiento maduro de quien entiende la vida como "respuesta" –ésa es su etimología- coherente con las distintas situaciones que se le presentan.

Es la responsabilidad la que produce pesar y dolor en las ocasiones en que, alejándonos de la fidelidad a lo mejor de nosotros mismos, provocamos daño a los otros o a nuestro medio. Pero ese pesar doloroso –a diferencia de la culpabilidad- no paraliza ni hunde, sino que moviliza para el cambio.

Así entendido, me parece que es sano desenmascarar radicalmente cualquier sentimiento de culpabilidad de un modo tajante:

"Somos responsables de todo aquello en lo que intervenimos
y de aquello otro que omitimos,
pero no somos culpables de nada".

Es a esta responsabilidad a la que podemos asociar con la conversión que pide el evangelio. Porque el "perecer" de que habla no hay que entenderlo en clave de amenaza ni castigo, sino sencillamente como la consecuencia de una actitud y un comportamiento desajustados.

Por decirlo de un modo simple: si no somos responsables –si no respondemos humanamente a los diferentes desafíos que la vida nos presenta-, nos estamos cerrando la salida, creando infelicidad para nosotros mismos, haciendo la convivencia imposible y destruyendo el planeta; es decir, estamos provocando nuestro propio desastre.

A eso precisamente apunta la parábola de la higuera plantada en la viña. Parece que, como trasfondo, estaría un rito habitual que consistía en acercarse a un árbol para convencerle, hacha en mano, de que fructificara el próximo año, amenazándolo con cortarlo si esto no ocurría.

La parábola, sin embargo, pone también de relieve la paciencia del viñador. A pesar de llevar "tres años" –un tiempo "definitivo"- sin dar fruto, todavía el viñador sigue confiando en ella, a la vez que le ofrece todos los cuidados con esmero: "cavaré alrededor y le echaré estiércol".

Jesús parece subrayar la paciencia divina, porque comprende y respeta el momento y el ritmo de cada persona. Conocedor del corazón humano, sabe de los condicionamientos de todo tipo que pesan sobre él:

· sufrimientos pendientes o no elaborados,
· mecanismos de defensa puestos en marcha a lo largo de la vida para poder sobrevivir,
· ignorancia básica de quiénes somos y de lo que nuestro ser quiere vivir...

Necesitamos tiempo y paciencia para crecer en lucidez y en consciencia, así como en libertad interior –frente a los propios miedos y necesidades-, para poder ser coherentes y fieles a lo mejor de nosotros mismos.

Desde esa fidelidad, todo empieza a cobrar sentido: nos abrimos a quienes somos y vamos construyendo relaciones armoniosas. Eso es lo que significa, según el evangelio, "dar fruto", y que queda admirablemente sintetizado en las palabras de Jesús: "Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo" (evangelio de Lucas 6,36).

Por eso, cuando la religión ha olvidado (olvida) este principio tan elemental, se ha pervertido: ha generado demasiado sufrimiento y ha provocado ateísmo. Se ha alejado de su núcleo espiritual, que no es otro que la compasión y la libertad, para convertirse en "religión de poder", centrada en la norma, el credo, el rito o el miedo.

En esta misma dirección señalan las sabias palabras del Dalai Lama, en el relato de Leonardo Boff.

Cuenta el teólogo Leonardo Boff, una de las figuras sobresalientes de la teología de la liberación, que, en una ocasión, le preguntó al Dalai Lama:

"Santidad, ¿cuál es la mejor religión?".

El Dalai Lama hizo una pequeña pausa, sonrió y le contestó:

"La mejor religión es la que te aproxima más a Dios, al Infinito. Es aquella que te hace mejor".

Para salir de la perplejidad ante tal respuesta, volvió a preguntarle:

"¿Qué es lo que me hace mejor?".

El respondió:

"Aquello que te hace más compasivo, más sensible, más desapegado, más amoroso, más humanitario, más responsable, más ético... La religión que consiga hacer eso de ti es la mejor religión".

Y Boff concluye:

"Hasta el día de hoy estoy rumiando su respuesta sabia e irrefutable. No me interesa, amigo, tu religión, o si tienes o no tienes religión. Lo que realmente me importa es tu conducta delante de tu semejante, de tu familia, de tu trabajo, de tu comunidad, delante del mundo".

No hay otro criterio más acertado: "La mejor religión es la que hace mejores personas". O, como dijo el propio Dalai Lama, en otra ocasión, "mi religión es la compasión". Una respuesta totalmente "cristiana", porque fue eso –y no otros supuestos "intereses religiosos"- lo que Jesús vivió y enseñó.

De Jesús son palabras tan inequívocas como éstas:

"No todo el que me diga «¡Señor, Señor!» entrará en el reino de Dios, sino el que cumpla la voluntad de mi Padre" (evangelio de Mateo 7,21).

O, citando a Oseas:

"Misericordia quiero, y no sacrificios" (Mateo 12,7).

Y, con toda rotundidad:

"Lo que hayáis hecho a estos mis hermanos, me lo hicisteis a mí... Lo que no hicisteis a uno de estos más pequeños, no me lo hicisteis a mí" (Mateo 24,40.45).

No podía haber otro criterio para aquél, a quien se definió de esta forma: "Pasó por la vida haciendo el bien" (Hechos de los Apóstoles 10,38).

Sin falsos o trasnochados espiritualismos, aquí se halla lo decisivo del cristianismo: lo que cuentan no son los "discursos religiosos", sino "hacer el bien", en lo que coincide la llamada "regla de oro", presente en todas las grandes tradiciones de sabiduría: "Tratad a los demás como queréis que ellos os traten a vosotros" (Mateo 7,12).

En una época de "ocaso religioso", debido a un cambio en el "nivel de conciencia" –las formas religiosas conocidas son deudoras de estadios anteriores-, me parece importante centrarse en la sabiduría espiritual que está en el origen de todas aquellas tradiciones.

 

Enrique Martínez Lozano

www.enriquemartinezlozano.com

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