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LA EXPERIENCIA DE LA ORACIÓN CONTEMPLATIVA

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Lc 9, 28-36

El llamado "relato de la transfiguración" parece estar construido a partir de la narración del Libro del Éxodo (34,29-30), según la cual Moisés "tenía el rostro radiante" por "haber hablado con el Señor".

No sabemos si se trata de un "relato de aparición" del Resucitado, traído a este lugar; de una "visión" de los discípulos o, simplemente, de una narración simbólica a través de la cual el autor pretende mostrar la identidad de Jesús, como el "Hijo escogido", avalado como tal por la Escritura Sagrada, aludida al uso judío: "la Ley (Moisés) y los Profetas (Elías)".

Tal como ha llegado a nosotros, la narración se sitúa expresamente en un contexto de oración. Es ahí donde los discípulos perciben la luminosidad de Jesús, que se transparenta en su rostro y hasta en sus vestidos.

Orar es el arte de venir al Presente y descansar (permanecer, sólo estar) en él, sin intervención de la mente, en lo que san Juan de la Cruz llamaba una "advertencia amorosa".

La actividad mental queda entonces "suspendida" y el orante, tal como enseñaba, en el siglo XIV, el anónimo autor de "La Nube del no-saber", permanece descansadamente anclado en la "pura consciencia de ser".

Es una "nube oscura" –nada, vacío- para nuestra mente, porque ya no hay "objetos" mentales –pensamientos, imágenes, sentimientos, afectos...-, a los que ella pueda aferrarse. Pero, en realidad, es una experiencia luminosa y plena: es la Plenitud del Presente, el "no sé qué" inigualable, del que hablaba el propio Juan de la Cruz:

"Por toda la hermosura,
nunca yo me perderé,
sino por un no sé qué,
que se alcanza por ventura".

Mientras estamos en la mente, permanecemos en el pensamiento y, por tanto, atrapados en el pasado o proyectados hacia el futuro, identificados con nuestras "películas mentales", la inestabilidad y el sufrimiento que conllevan.

En la oración silenciosa o contemplativa, se da el paso del "pensar" al "estar", del pasado a la Presencia, del sufrimiento a la paz, de la ignorancia a la comprensión.

Pero esto requiere adiestrarse en la capacidad de permanecer en el Presente, "viniendo" sencillamente al "aquí y ahora". Sin pensarlo, sin pretender apresarlo, sino sólo estando. Sesha ha sabido expresarlo de un modo hermoso y ajustado:

"Querer poseer el Presente impide experimentarlo; querer estar atento a él lo aleja. Sitúate en el "aquí y el ahora" y no intervengas queriendo poseerlo.

Cuando el ser humano logra situarse en una condición permanente de percepción del Presente, afloran el saber, la existencia y el amor no-diferentes".

Es entonces cuando se descubre que, "mientras se piensa no se sabe; y mientras se sabe no se piensa".

No somos la "ola" que fluctúa impermanente, sino el "océano" en el que las olas aparecen y desaparecen. Ahora bien,

"¿podrá conocer una ola lo que es el mar? Cuando ustedes piensan, son olas; cuando comprenden, son mar".

Permanecer en el Silencio y la Presencia, en la oración-sin-objeto, eso es la oración contemplativa. Cuando todavía no hemos aprendido a "tomar distancia" de nuestra mente y no hemos empezado a "saborear" la belleza y plenitud del Silencio, lo que llamamos "oración" no es sino una cavilación mental –aunque gire en torno a "contenidos" religiosos- y, al querer estar, lo que suele ocurrir es que aparezca el sueño. Es lo primero que les ocurrió a los discípulos en aquella experiencia teofánica.

Pero no fue lo único. En el camino espiritual –y en la práctica de la oración contemplativa-, acecha otro riesgo: el de hacer "tres chozas" (o peor todavía, una sola) para el propio ego.

Como de cualquier otra cosa, el ego puede hacer de la oración o de la meditación un "paraíso narcisista" a su medida, en el que nadie le molesta y donde se encuentra a salvo de cualquier interpelación o cuestionamiento.

El texto ofrece una salida a esa trampa: "escuchar" a Jesús, es decir, atender a lo que fue la práctica del Maestro de Nazaret, para dejarnos interpelar por ella.

Probablemente, los tres rasgos que más atrayente hacen el mensaje de Jesús son los siguientes: su sencillez, la prioridad que da a la práctica y el hecho de que ésta se centre en la bondad o compasión. Todo ello puede resumirse en la respuesta que el propio Jesús da al doctor de la Ley que le pregunta por el mandamiento "más importante". Tras contar la parábola "del buen samaritano", Jesús simplemente le dice: "Ve, y haz tu lo mismo" (evangelio de Lucas 10,37).

En la historia posterior, el cristianismo se fue convirtiendo en una religión marcada por el "doctrinarismo", como si las "creencias" hubieran ido ocupando el lugar de la "práctica".

"Escuchar a Jesús" –como pide el relato de hoy- significa volver a lo que fue el evangelio y sus prioridades.

Ahora bien, si somos honestos, percibiremos que el riesgo de caer en actitudes narcisistas no radica en la oración contemplativa, sino en la identificación con la mente (con el yo). Cuando ésta se da, todo lo que hagamos, sin excepción, no servirá sino para inflar el propio ego.

Por el contrario, cuando la oración es tal, su característica primera es la desapropiación del yo –el "desasimiento", de que hablaba Teresa de Jesús-. Es entonces cuando emerge la Presencia divina, hasta "ocuparlo" todo. El ego desaparece y se experimenta lo que decía el místico sufí:

"El ego y Dios no caben juntos; donde está el uno, no cabe el otro".

El "estar" de la oración contemplativa –o de la meditación- es Presencia desnuda de pensamientos que, transformando desde dentro a la persona, la lleva al re-conocimiento interior de su identidad profunda, en la que se descubre no-separada de lo Real.

A veces, algunas personas religiosas dudan de esta "oración desnuda", del mero "estar" sin objeto, porque piensan que "les falta algo", una referencia expresa a Dios, a Jesús o a los santos. Es innegable que, en cada uno de nosotros, pueden estar influyendo muchos factores, que hacen que nos encontremos en un lugar determinado del camino. Por eso, parece sabio seguir la propia intuición –es la voz de Dios en nuestro interior-, siempre que haya lucidez, humildad y desapropiación del yo.

Sin embargo, creo importante subrayar la importancia de no cerrarnos, de entrada, a la oración completamente silenciosa –en el silencio de las palabras, los afectos y los pensamientos-, en la que se nos puede revelar la Belleza y la Plenitud del Misterio que llamamos "Dios".

Cuando pensamos, tenemos pensamientos sobre Dios; cuando acallamos la mente, lo experimentamos.

En una palabra: si el estar es verdadero estar, todo lo que queda es Dios: aquel "no sé qué, que se alcanza por ventura". En el silencio del no-pensamiento no falta Dios –es sólo nuestra mente o nuestro yo quien puede añorar una fórmula o una palabra que le es familiar-; al contrario, es entonces cuando permitimos que, en ausencia del yo separador, su Presencia lo ocupe todo.

El ser humano desapropiado del ego puede dejar que Dios se viva en él y, habiendo descubierto que no hay un "hacedor individual", asiente a todo lo que es, como expresión de la Voluntad divina.

 

Enrique Martínez Lozano

www.enriquemartinezlozano.com

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