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UN ANUNCIO DE LIBERACIÓN, UN MENSAJE DE SABIDURÍA PARA DESPERTAR

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Lc 21, 25-28 y 34-36

Con este domingo, se inicia el "tiempo de Adviento" y un nuevo "año litúrgico", en el que leeremos preferentemente el evangelio de Lucas.

Y, como en cada comienzo de Adviento, se nos propone un texto que habla de los "últimos días", como una invitación a estar atentos para acoger "al que viene".

El relato pertenece al llamado "género apocalíptico", un género literario de gran difusión en el judaísmo tardío y en los círculos cristianos, que se extendió del siglo II a.C. hasta la mitad del II d.C., en que terminó desapareciendo.

Para la mayor parte de nuestros contemporáneos, "apocalipsis" significa "final del mundo" acompañado de catástrofes de todo tipo. Y es cierto que, en gran medida, los escritos pertenecientes a ese género dan pie para ello. Sin embargo, la palabra "apocalipsis" (literalmente, "levantar el velo") significa "revelación".

Los textos apocalípticos –como el conocido Apocalipsis de Juan, con el que se cierra la colección de libros del Nuevo Testamento- pretenden revelar el sentido profundo (oculto) de la historia, mostrando que es Dios quien, en todo momento, dirige los destinos de la misma, a pesar de que las apariencias parezcan negarlo.

Ahora bien, son las imágenes usadas y, en general, el recurso constante a un peculiar simbolismo –que escapa a la comprensión de la mayoría de los lectores actuales- el que explica que lo apocalíptico sea asociado a catastrófico. En realidad, para el destinatario del mismo es, como vemos también en el texto de hoy, un mensaje de esperanza.

El llamado "discurso apocalíptico" del evangelio de Lucas, que sigue a Marcos, ocupa prácticamente todo el capítulo 21. Y en él une la destrucción de Jerusalén –presentada como "profecía", pero ya ocurrida en el año 70- con la futura venida gloriosa del Hijo del hombre, a la que se refieren los párrafos que leemos hoy.

Como es típico en este género literario, la venida se enmarca en un conjunto de signos que afectan al cielo, a la tierra y al mar –los tres niveles de la realidad, según la cosmología antigua-, como un terremoto cósmico que todo lo trastocara, generando miedo y angustia insoportables. Hay que tener en cuenta que, para los lectores del siglo I, el terremoto implicaba el pánico a ser tragados por el gran abismo que, según se creía, existía bajo la tierra.

Y en ese marco aparece la figura del Hijo del hombre, "viniendo en una nube", es decir, procediendo del ámbito de la divinidad. La figura proviene del libro de Daniel (7,13), pero en Daniel parece tener un carácter colectivo y simbolizar al "pueblo de los justos".

En los evangelios, la expresión "Hijo del hombre" aparece 70 veces en los sinópticos y 11 en Juan; siempre en labios de Jesús, que habla del Hijo del hombre en tercera persona.

Según muchos especialistas, Jesús se habría designado con esa expresión –que, en arameo, significaba sencillamente "humano", "este hombre"-, sin un sentido mesiánico; más tarde, la primera comunidad cristiana utilizó la imagen de Daniel, para aplicarla al propio Jesús, y presentarlo como el Hijo del hombre exaltado por Dios, que vendrá glorioso como juez en su Reino.

Nos hallamos, pues, ante una confesión de fe y de esperanza por parte de la primera comunidad que, imbuida de la creencia de una vuelta inmediata de Jesús, coloca en labios de Jesús la promesa que esperaban ver realizada inmediatamente.

Con todo, hay un cambio significativo con respecto a los apocalipsis judíos, en los que el Juez poderoso llegaba para condenar. Aquí no hay juicio condenatorio, sino anuncio de liberación.

Por eso, aun en medio del terremoto, la invitación es a "levantar las cabezas". Lo único que se requiere es "estar despiertos".

La primera comunidad se refiere a algunos factores que pueden embotar la mente: el vicio, la bebida y la preocupación por el dinero. La embriaguez, en sentido metafórico –así aparece en el libro de Isaías 29,9-, es sopor y pesadez espiritual. Justo lo opuesto a lo que invita a los lectores: "mantenerse en pie".

Afortunadamente, pasaron ya los tiempos en que estos relatos se entendían literalmente y se esgrimían por parte de predicadores como amenazas que, en algunos casos, llegaban a aterrorizar a no poca gente, angustiada por su salvación futura.

Una nueva comprensión del modo como se escribieron los evangelios, unida a una imagen más adecuada de la figura de Jesús y, sobre todo, a una mayor consciencia de la realidad en su conjunto, no sólo han contribuido a disipar aquellos miedos, sino que nos aportan una nueva luz para aproximarnos a estos textos en clave liberadora, tal como los propios textos proponen.

Así leído, el relato nos habla del surgimiento de un "mundo nuevo" –todo el anterior es trastocado-, que se nos va a dar como regalo, pero ante el que se requiere "estar despiertos".

La persona "despierta" es, justamente, la que ve la novedad en todo. Mientras estamos dormidos, nos movemos en el mundo de la rutina, esclavos de los vaivenes exteriores y de las necesidades internas. Dormidos, nos debatimos entre el pasado que se fue y el futuro imaginado que nunca llega, esclavos de la ansiedad, sobreviviendo apenas en la inconsciencia, atrapados en el "lazo" de que habla el texto evangélico, en la prisión del ego.

Esa inconsciencia constituye la señal más clara de que estamos fuera del presente; y el sufrimiento que de ella se deriva, la alerta que nos avisa de que necesitamos volver a la presencia.

Aquí y ahora. No hay otra cosa que hacer, sino venir al momento presente. La plenitud no está en el futuro, como al yo le gusta imaginar, sino en la conciencia del instante presente.

Es algo, además, al alcance de cualquiera que ponga los medios para experimentarlo: en la medida en que, saliendo de los enredos de la mente pensante (del ego), somos capaces de acceder al Presente sin pensamientos, empezamos a percibir la Plenitud y la Liberación que el presente contiene: podemos "levantar nuestras cabezas".

Es claro que el presente de que hablamos no consiste en un lapso de tiempo intermedio entre el pasado y el futuro –eso no es presente, sino un pensamiento sobre él-, sino de aquel Presente atemporal, caracterizado porque hemos dejado de estar identificados con nuestra mente.

Otra cosa es que, por venir de donde venimos y por la inercia de la mente, nuestra experiencia del presente sea esporádica, fugaz y efímera..., si bien la práctica constante puede favorecer que se "extienda" y prolongue. Pero lo cierto es que, mientras estamos en ese Presente atemporal, nuestra percepción de la realidad se modifica y descubrimos que en él:

· Todo está bien.
· Todo se halla no-separado, en la conciencia no-diferenciada.
· La percepción de nuestra identidad se amplía sin límites.
· Emerge el amor hacia todos y hacia todo.
· Todo tiene sabor de novedad. Y entendemos la sabiduría de aquellas palabras que el Apocalipsis (21,5) atribuye a Dios: "Hago nuevas todas las cosas".

Así leído, el "discurso apocalíptico" no habla de catástrofes ni de futuros imaginados con mayor o menor angustia. Es un mensaje de sabiduría para despertar, saliendo de la identificación mental –con el ego- que nos "embota" y experimentando la plenitud y la liberación que el Presente contiene y es.

 

Enrique Martínez Lozano

www.enriquemartinezlozano.com

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