EL MAYOR MILAGRO
José Enrique GalarretaLa fe mueve montañas, pero no hay nada interesante en que se muevan las montañas. La fe puede mover el corazón humano, y eso sí que nos importa.
El milagro de los milagros es que las personas humanas superen su egoísmo, su afición desmedida a consumir, su innato afán de explotar a los demás, de pasar de largo ante la necesidad ajena.
El mayor milagro de Jesús es él mismo, su capacidad de entrega y compasión, de compromiso y de consecuencia hasta el final. Los amigos de espectáculos y prodigios prefieren fijarse en un dios paseando sobre las aguas: los que han cambiado sus ojos por los de Jesús no ven a Dios en los resplandores estériles, sino en el corazón de Jesús.
La presencia de Dios en la iglesia no se manifiesta en fiestas solemnes, en espectáculos cultuales, en solemnes procesiones masivas, sino en atender a los hambrientos, vivir en la justicia y el compromiso, renunciar al despilfarro, vivir en solidaridad: ése es el milagro de los milagros.
No hace mucho, Su Santidad el Papa Benedicto repetía en Auschwitz la eterna pregunta de la humanidad: "¿Dónde estabas, Dios, mientras pasaba todo esto?". Desgraciadamente, no dio la respuesta, pero la respuesta existe, y debió darse. La respuesta está en aquella vieja y entrañable parábola oriental:
Un rico y piadoso mercader salía de su ciudad, montado en un majestuoso camello, ricamente enjaezado, rodeado de un séquito de ayudantes, portando lujosas mercancías.
Al borde del camino, una pobre mendiga harapienta extendía la mano pidiendo una limosna, mientras sostenía apenas a su hijito enfermo y esquelético.
El mercader se detuvo, elevó las manos al Altísimo y oró diciendo: "Señor, ¿cómo consientes esto? ¿Es que no puedes hacer nada por esta mujer?"
Y Dios le contestó: Desde luego que puedo, y lo he hecho: te he hecho a ti.
Así, la pregunta del Papa sobre Auschwitz podría ser otra: ¿Dónde estaba la iglesia, que conocía el genocidio y se calló por miedo o conveniencia?
Y la consecuencia es clara, amargamente clara: existe el mal del mundo porque existe el mal en mí: Si mi corazón se pareciera más al de Jesús, la humanidad sufriría mucho menos y sería visible el amor de Dios.
José Enrique Galarreta, S.J.