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MÁS QUE REFORMAS, NECESITAMOS UN RENACER DE LA IGLESIA

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Somos cada día más los que vivimos la sensación de que la Iglesia se ha ido distanciando más y más del proyecto que Jesús predicó, ese Reino que él inauguró.

Sentimos además que no hay donde enganchar el actual andamiaje clerical. Ni a nivel sociológico (no hay vocaciones) ni a nivel exegético (no hay fundamentos evangélicos en qué sustentarse), ni a nivel histórico (en un principio no fue así), ni mucho menos a nivel teológico.

Es un modelo que vemos totalmente antievangélico, anacrónico, que hace agua, que está agotado. Por otra parte pensar en una reforma de lo existente lo vemos como algo prácticamente imposible. Todo esfuerzo que se haga en esta línea está llamado a resultar más tarde o más temprano baldío.

Por ello quizás sea lo mejor no preocuparnos demasiado en criticar o tratar de introducir cambios en lo que hay. Lleva así siglos y hay muchos intereses que obligan a que siga como está por lo menos en este siglo. Urge, más que ir haciendo reformas puntuales, unirnos a esos pequeños grupos, que cada día se están extendiendo por el mundo entero, y que han pasado del binomio clérigo-laico, al binomio comunidad-ministerio. En ese binomio comunidad-ministerio, el sujeto último no es el presbítero sino la comunidad.

Y el centro de la comunidad, lo que aglutina a los cristianos y les da fuerza para intentar vivir como vivió Jesús, es la eucaristía. Eucaristía en la que hacemos el memorial, el recuerdo y repetición, de la cena última de Jesús, tal como él debió entenderla y tal como la entendieron las primeras comunidades.

Creemos que es en esas eucaristías comunitarias donde se está haciendo realidad la mayor reforma producida en la historia de la iglesia. En ellas se está llevando a cabo, más que reformas puntuales más o menos importantes, un nuevo paradigma teológico y práctico de entender y relacionarse con Dios, con Jesús de Nazaret, con los hermanos, con la iglesia institución.

Se está poniendo en solfa, sin enfrentamientos, sin discusiones, sin peleas, todo el actual andamiaje clerical, con todo lo que ese andamiaje ha supuesto a través de la historia y está de hecho desfigurando en nuestros días la persona y el proyecto de Jesús.

En estas celebraciones comunitarias yo destacaría entre otras las siguientes características más significativas.

La forman grupos pequeños de personas que se sienten convocados por Jesús para realizar el memorial de su última cena y por ello se sienten una comunidad cristiana. Nadie es más importante y todos se sienten igualmente importantes.

Se realizan generalmente fuera del templo. No hay cura y, cuando lo hay, es uno más de la comunidad. No hay altar. En su lugar una mesa camilla alrededor de la cual todos se sienten unidos. No hay ritos mágicos. En ella recordamos la crucifixión, más que un santo sacrificio exigido por el Dios, como una canallada organizada por los poderosos para eliminar de la sociedad a Jesús por intentar la liberación de los oprimidos. Y ello lo hacemos compartiendo un pan y un vino que invita a todos a vivir como vivió Jesús, sin limitaciones, hasta la muerte.

Alguien, hombre o mujer, persona más preparada para animar y crear fraternidad, prepara y dirige la celebración. Todos participan en todo. Con libertad cada uno expone lo que piensa, lo que siente, lo que desea... Nadie tiene la última palabra. No es una reunión para enseñar, ni para aprender.

Importa sobre todo que cada uno se sienta aceptado tal como es, tomar conciencia de que necesitamos de los otros y los otros nos necesitan, vivenciar la fuerza de la comunidad para que al comer el pan -el cuerpo de Jesús- se renueve en cada uno el compromiso de ser como fue Jesús, vivir como vivió Jesús, tener los pensamientos que él tuvo.

Y al beber el vino –su sangre- a ese compromiso se añada: hasta el final, hasta morir como un maldito como él hizo por ser consecuente con lo que decía. Nunca podemos decir hasta aquí, nunca podemos echarnos atrás.

Comer el pan es identificarse con la trayectoria histórica de Jesús. Beber el vino es ver esa entrega hasta el final, hasta la muerte violenta fruto de esa forma de vida. En el lenguaje semita, cuerpo es igual a compromiso y sangre, sin condiciones.

En estas comunidades no hay poder, sólo servicio. No es necesario el dinero, ni una infraestructura económica. No hay personas sagradas, ni lugares sagrados, ni ritos sagrados. Todo es laico, como laico fue Jesús y los que compartieron su cena y laica –no sagrada- fue aquella comida con la que quiso que siguiéramos recordándole.

Al celebrar de esta forma la eucaristía no nos creemos mejores, ni tampoco peores que los demás. Sencillamente creemos que somos Iglesia y por eso tenemos el derecho y el deber de manifestar lo que vemos y sentimos: haber descubierto una nueva forma de entender la persona de Jesús y celebrar la eucaristía, convencidos de que es el Espíritu de Jesús quien, a través de estas pequeñas comunidades, está en nuestros días realizando, más que una reforma, un renacer de la iglesia, suscitando dentro de ella una vuelta a los orígenes, a actitudes y forma de recordar a Jesús que muchos vemos como nuclear en el evangelio.

Este renacer de la Iglesia tiene que recordar las palabras tan importantes de Jesús, que nos anticipan el vivir ahora el banquete al que somos llamados:

"Tened el delantal puesto y encendidas las luces, pareceos a los que aguardan a que su amo vuelva de la boda, para cuando llegue, abrirle en cuanto llame. Dichosos esos criados si el amo al llegar los encuentra en vela, os aseguro que él se pondrá el delantal, los hará recostarse y les servirá uno a uno, y si llega entrada la noche o incluso de madrugada y los encuentra así, dichosos ellos" (Lc. 12, 35-40)

 

Manolo González

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