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Libro de la biblia

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VUESTRO DUELO

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Hace un mes que murió vuestra querida madre, vuestra adorada Julia, que era también un poco mía. Fue un día sin luna. O de luna nueva, no sé muy bien.

Lleváis un mes de duelo, una luna entera de tristeza y de vacío. Desde que ella se apagó a vuestros ojos, como una lamparita de aceite o de cera, se abrió en vosotros, sus hijos e hijas, la fuente de todas las lágrimas, también de las lágrimas solo lloradas a medias durante tantos años, desde aquella temprana edad en que murió vuestro padre Bienvenido.

Dejadlas que manen y fluyan, y que vuelvan al mar de la vida de donde vinieron. Y dejad que os consuelen, pues para eso se hicieron, para consolar, para soltar suavemente los nudos más prietos, para aliviar pesos antiguos y nuevos, para darnos desahogo y respiro, para diluir en su amargor nuestras amarguras, para devolvernos a la paz de nuestras fuentes secretas.

Para hacernos sentir que no estamos solos en lo más profundo de nosotros, pues también Dios llora con nosotros, al igual que, según la tradición judía, lloraba por su pueblo abandonado en el exilio.

No quisiera por nada del mundo profanar en un periódico las lágrimas secretas que derramáis –está bien que así sea– a solas y en silencio en las casas en que vivís o en la casa en que nacisteis, con su suave penumbra. Quiero honrar y venerar vuestras lágrimas como lo más sagrado. Todas las lágrimas del mundo son santas, tan santas como aquellas de Jesús junto a la tumba de su amigo Lázaro. Eran lágrimas de Dios, pues los cristianos miramos conmovidos a Dios en todo lo de Jesús, también en su llanto, y todas las criaturas en su bondad son para nosotros como Jesús, y por lo tanto como Dios. También los periódicos, cuando hablan para bien, hablan de Dios en todo.

Vuestro duelo es tierra sagrada. Así cantasteis junto al cuerpo de vuestra madre en el cementerio, campo santo: "Este lugar es tierra sagrada. Este lugar es tierra de encuentro. Este lugar es tierra de todos. Este lugar es tierra de amor". O tierra de Dios, que tanto da. Toda la tierra es tierra sagrada, y en su seno profundo Dios se empeña eternamente, misteriosamente, en convertir las lágrimas del duelo en lágrimas de vida.

¡Cómo habéis cuidado a vuestra madre! Como ella os cuidó desde que os dio a luz hasta que su luz se apagó, a sus 94 años. Fue encarnación del cuidado con todo y con todos. Cuidó la casa, las cosas, las flores. Os cuidó a vosotros con increíble esmero, y con asombrosa naturalidad. Cuidó a los tres hijos como si cada uno fuera único: tú, Michel (con Mari Jose), y tú, Javi (con Txaro), y tú, Jesús (con Marian). Cuidó a las tres hijas como si cada una fuerais única, como lo sois de verdad: tú, Blanqui, con tu Pepín, con el que tu madre podrá ahora, en la tierra de la Vida, seguir conversando tranquilamente y jugando al dominó (esa partida que nunca faltaba en vuestra cocina, de siete a ocho de la tarde; ella se quejaba de que vosotros teníais ventaja, porque llevabais la cuenta de todas las fichas, pero ella la llevaba también, y bien clara, y hasta hace dos meses todavía os ganaba tantas veces o más que vosotros a ella). Y tú, Mari Tere, y tú, Lolo, sus ángeles custodios, sus benditos ángeles de la guarda.

¡Cómo os cuidó! Nunca supo nadie a quién quería más, ni nunca se supo que a alguien quisiera menos. ¡Con qué elegancia y sencillez sabía estar con cada uno justo como lo necesitaba en cada momento! ¡Cómo sabía decir a cada uno la palabra más certera, como si no dijera nada! ¡Qué felices os hacían a sus nietas y nietos esas palabras de chispa y cariño que os dirigía, a cada cual las suyas! ¡Cómo llevó, hasta el último día, perfecta cuenta de lo que os pasaba a cada uno, sin hacerlo notar! Igual que llevaba cuenta de todas las fichas del dominó en la mesa, aunque ella dijera que no.

¡Cómo compaginó la ironía más aguda y la ternura más delicada, pero sin nunca exhibirlo! ¡Cómo supo, sin proponérselo, conjurar su deliciosa rebeldía con su refinado humor, y eso hasta el fin, hasta con las médicas y enfermeras que la visitaron los últimos días! ¡Y cómo fue cada vez más libre para soltar inofensivos regaños a quien se terciara o para decir devotas jaculatorias al Sagrado Corazón! ¡Cómo os cuidó! ¡Y cómo luchó hasta el fin por vivir para cuidaros! Luego, cuando ya os dio toda la luz y todo el aceite y la cera de su preciosa lámpara, entonces se olvidó de sí del todo y simplemente se apagó. O se hizo pura luz en vuestro ser y vuestra memoria, en el recuerdo y el corazón de Dios.

¡Cómo la habéis cuidado, sobre todo, vosotras, sus hijas! De principio a fin, de día y de noche. Su sueño, su comida, su baño, su charla, su necesario silencio y su necesaria soledad, su radio, su misa en la tele, su partida, y su paseíto por el pasillo de la casa cogida de la mano como si fuera la más bella avenida de palmeras junto a un río. Todo para aligerar al máximo sus días monótonos. Y aunque llevara tantos años sin salir de casa, la vestíais y la arreglabais cada día como a una princesa –que lo era– en un día de fiesta.

Habéis sido sus hijas, sus amigas, sus socias y compañeras en todo. Y durante años y años, sin dejar de ser sus hijas, habéis sido enteramente sus madres, y ella supo hacerse muy pequeñita en vuestras manos. ¡Cómo la habéis querido y cuidado!

Mientras la cuidabais de día y de noche, hasta la extenuación, os sentíais fuertes. Te sentiste fuerte para dirigirte a ella en la misa del funeral (¡qué profundas y bellas fueron tus palabras y hasta el tono de tu voz!). Ahora te sientes muy débil. "¿Dónde están mis fuerzas ahora que no tengo que cansarme para cuidarla?", te preguntas extrañada de ti misma. ¿De qué te extrañas, si son así las cosas del amor y tú lo sabes? Se lo disteis todo, hasta el punto de fundir vuestro ser con el suyo.

Nadie como vosotras fue testigo de lo que ella sufrió en silencio. Todas vuestras horas, todos vuestros proyectos, todos vuestros afectos eran en función de ella. Ella os agotaba y os llenaba a la vez. Vivíais de la inmensa energía que le dedicabais. Es como si en vuestra madre hubieras perdido también a la hija de vuestras entrañas y eso es lo más duro para una mujer. Ahora os parece que todo es ausencia y vacío. Ahora que vuestras manos no pueden tocarla, ya no saben para qué son. ¿De qué te extrañas de ese mar de lágrimas que te anega a cada momento?

"¿Dónde está ella?", os preguntáis. Me duele no saber responderos, pero así sucede con todo lo más sagrado. Todas nuestras respuestas, como nuestras vidas, son como estelas en el mar. Las estelas se disuelven, pero el mar permanece. ¿Dónde está vuestra Julia, nuestra Julia? Está en el candor de Alma, su biznieta, hecha de pura luz y de palabra. Está en la delicadeza de Saray y en la desenvoltura de Ane, sus biznietas también. Está en el cariño que os tenéis y en el cuidado que os debéis ahora incluso más que antes.

Está en el fondo de vuestro duelo y de vuestra vida, en la fuente de vuestro llanto y de vuestro amor. En el corazón de las lágrimas y del consuelo de Dios. Y –por ingenuo que sea, ¿por qué no imaginarlo?– está en la tierra del reencuentro con vuestro padre Bienvenido. "¡Oh Julia, ya estamos aquí de nuevo! ¡Bienvenida a la Vida! Pronto estaremos todos".

José Arregi

(Publicado en el Diario DEIA)

 

Para orar

"ABRAZOS"

Al niño asustado

       que somos,

al hombre inseguro,

al amigo,

al enamorado,

al herido,

al vencido.

 

Que alguna vez

brazos familiares

protejan,

aquieten,

silencien al monstruo,

despierten al espíritu,

       los dos están dentro.

 

Que la mano tierna

envuelva el rostro

y otros ojos reflejen

amor.

 

Que, por un instante,

solo haya reposo

en el hombro amable,

y un silencio poblado

de historia.

 

Alguien, un día, abrió los brazos

para abarcar

a la humanidad entera

en su pasión infinita.

José María Olaizola, SJ

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