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EN MEMORIA DE LOS PROFETAS CAÍDOS

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Durante la larga noche que precedió al Concilio Vaticano II, fueron cayendo innumerables víctimas de su fe.

Los verdugos: un Pontífice llamado Eugenio Pacelli; un Comisario jefe del pensamiento, llamado Ottaviani; y el sin fin de pequeños gendarmes, cardenalitos, arzobispitos que crecen y medran a la sombra del poder.

Las víctimas: los de siempre, los profetas del Señor que fueron y serán amordazados por el Templo y sus Pontífices. (Por favor que nadie repita más la simpleza de que ya no hay profetas. Difícilmente se encontrará un siglo con más profetas que el siglo XX.)

La década de los años 50, en España fue una década oscurantista, triste, miserable hasta la nausea. Los años más tenebrosos del católico militar, arropado por el clero más vendido de Europa.

Centroeuropa, en cambio, hervía con movimientos cristianos comprometidos con su Dios y con los hombres. Holanda buscaba un nuevo catecismo, una nueva liturgia para vivir y expresar la fe; en Suiza, Alemania, Francia las cátedras de teología fueron capaces de plantearse una nueva dogmática o una nueva manera de plantear la Fe de los cristianos.

Roma padece, periódicamente, crisis de pánico ante el viento del Espíritu. A nadie teme tanto el Vaticano como al Espíritu Santo. Y quizá tenga razón, como siempre, el Vaticano. El Espíritu es el único que puede acabar con el tinglado.

En Francia se había ido instalando, poco a poco, un pequeño vendaval profético en torno a un grupo de dominicos y jesuitas. Todos fueron masacrados por Pacelli y Ottaviani.

Son hombres a los que la Iglesia les debe mucho. Les debemos mucho. Ellos fueron los iniciadores de un clima de inquietud cristiana que acabó en la convocatoria de un Concilio.

 

YVES CONGAR

Al comentar la represión del Vaticano contra otro compañero, dominico: el P. Chenu, escribe:

"El P. Chenu ha sido condenado injustamente por una camarilla de gente mediocre, ignorante y sin carácter".

Carta a su madre. 10 de septiembre. 1956

"Lo que me ha hecho quedar mal no son las falsedades (a sus ojos) que haya podido decir, sino haber dicho una serie de cosas que a ellos no les gusta que se digan.

Hay un papa que lo piensa todo, que lo dice todo, y que obedecerle es lo que constituye a uno como católico.

El papa actual, sobre todo desde 1950, ha desarrollado hasta la manía, un régimen paternalista consistente en que él, y sólo él, dice al mundo y cada uno lo que hay que pensar y cómo hay que actuar. Pretende reducir a los teólogos al papel de comentaristas de sus discursos.

Los dominicos franceses han sido perseguidos y reducidos al silencio – a su manera, se trata, también, de una Iglesia del silencio – porque ellos eran los únicos que tenían una cierta libertad de pensamiento, de iniciativa y de expresión.

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Me han destruido prácticamente...Se me ha desprovisto de todo aquello en lo que he creído y a lo que me he entregado: ecumenismo, enseñanza, conferencias, actividad con los sacerdotes, colaboración en Témoignage chrétien, etc. participación en los grandes congresos (Intelectuales católicos, etc.)

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Y sé que no tiene remedio. Lo conozco. Sé que, cuando persiguen a alguien, lo hacen hasta la muerte. Al P. Sertillanges le permitieron volver a Francia cuando tenía 80 años.

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Es algo atroz estar de esta forma como un muerto viviente. De mis tres exilios este es el más duro"

En un manuscrito personal: "Si un día sucede una desgracia...",se inquieta ante la posibilidad de que la curva de desesperanza le lleva a donde no quiere, el suicidio.

"No puedo esperar ninguna justicia. Esto es un sistema. El sistema está dominado por la ""Suprema Congregación""a la que tienen el descarote otorgar el calificativo de ""Santo"" oficio".

 

HENRI DE LUBAC

Profesor de la facultad de teología de Lyón-Fourviere

Silenciado por Ottaviani

Nombrado teólogo del Concilio.

Con 87 años es nombrado –año1983- Cardenal.

Jesuita. Con enorme peso teológico y espiritual. Sometido por la mordaza de los incompetentes y ensoberbecidos monseñores de Roma.

La virtud característica de un dominico (Congar) es la búsqueda de la verdad. La específica de un jesuita es la obediencia. Roma no lo olvida. Y a veces se ha aprovechado, hasta con sadismo, de ese voto específico jesuítico. El ejemplo más reciente de ese aprovechamiento cruel es Karol Wojtyla: se aprovechó de la "santa obediencia" ignaciana para aplastar a uno de los hombres más geniales de la Iglesia del siglo XX, Pedro Arrupe, antítesis del vedetismo holliwoodiense y trasnochado de Wojtyla.

Henri de Lubac, sometido al silencio en esa era negra de Pacelli – Ottaviani, creyó que su salida sólo era la obediencia: "La Iglesia, a pesar de todo, es nuestra madre". Actitud muy ignaciana, que responde a una eclesiología, hoy muy discutible. Al menos esa presunta maternidad no se merece tanta sangre de sus presuntos hijos.

A este Vaticano católico le encanta vivir en el monte "Yahvé provee", en el territorio de Moria. Sin caer en cuenta (el Vaticano no sabe Escritura) de que Abrahán subió allí para aprender que Yahvé no quería ya nunca más la sangre de sus hijos.

Pero seguimos con el pietismo ignorante y pagano de que cuanto más sacrificio personal, más salvación. Y olvidamos que la cruz es invento de hombres. Nuestro Dios no es Dios de sangre, ni de muerte. Si Wojtyla, Ottaviani, Pacelli hubieran hecho el papel de Abrahán, seguro que hubiesen matado a Isaac.

Mantener la piedad hasta la superstición, decía Pascal, es destruirla. Mantener la ortodoxia hasta el integrismo, es también destruirla.

Credulidad, sectarismo y pereza son tres tendencias naturales en el hombre. Con demasiada frecuencia, éste las canoniza bajo vocablos más nobles.

Una fe puede tender a cero sin ser ni siquiera quebrantada por la duda.

Vaciándose, exteriorizándose, pasando gradualmente de la vida al conformismo, puede también endurecerse y tomar la apariencia de la más hermosa firmeza. La corteza se ha endurecido, el tronco se ha ahuecado.

"Non quia durum aliquid, ideo rectum

aut quia stupidum, ideo sanum".

S. Agustín, en la ciudad de Dios, citada por de Lubac.

Para huir de los trastos viejos que se presentan como tradición, es necesario remontarse a un pasado más lejano, que se revelará como el presente más cercano.

Creer que rehusando el progreso del propio siglo se asegura la herencia de todos los tesoros de los siglos anteriores, es vanagloriarse.

La fe es abandono.

El creyente no debe embarazarse de teorías. Que use de ellas, ¡nada mejor! Si desea pensar su fe, las teorías les son indispensables. Las necesita sólidas y duraderas. Pero que procure no quedar pegado a ellas, como el bien propio de su inteligencia.

La fe debe participar del privilegio de la caridad: no intenta en modo alguno tomar su objeto, acapararlo; al revés, se disuelve en él.

La fe no nos proporciona una teoría más bella que las ideadas por los filósofos; nos eleva por encima de las teorías. Por ella nos evadimos de los limites de nuestro propio espíritu. Por encima de todas las opiniones sublimes sobre Dios, nos lleva a alcanzar al mismo Dios. Nos instala en el Ser.

Ahora bien, todo esto, lo único importante, lo hace ella sola.

 

Luís Alemán

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