LA MUJER, LOS NIÑOS Y LOS ÚLTIMOS
Enrique Martínez LozanoMc 10, 2-16
Parece que el "tema" de este texto no es el que salta a primera vista. A partir de la pregunta que le hacen, Jesús no se centra tanto en la cuestión del divorcio (o repudio), cuanto en el lugar de la mujer.
En realidad, la misma pregunta suena extraña, si tenemos en cuenta que nadie, en Israel, negaba la licitud del "repudio", en virtud del cual el marido podía despedir a la mujer. Lo que se discutía, según las diferentes escuelas, más o menos rigoristas, eran los motivos que lo justificaban.
Sea el que fuere el motivo de aquella pregunta, la respuesta de Jesús se va a centrar en dos puntos: la "intuición primera" (y, por tanto, también el "horizonte") hacia el que tiende la relación amorosa y la posición de la mujer.
En la tradición judeocristiana, la relación de la pareja se expresa con las palabras: "serán los dos una sola carne". Se trata de una expresión vigorosa y de una imagen espléndida, que subraya la unidad-en-la-diferencia.
En ese sentido, puede incluso verse como el paradigma de lo que es todo lo real: unidad sin costuras, en la que no se niega la diferencia, pero esta queda integrada o abrazada en la Unidad mayor que nada deja fuera.
En los comentarios posteriores, así como en la casuística moral, el problema surgió cuando estas palabras se leyeron de un modo literalista. Pero el evangelio no es un conjunto de anécdotas ni una suma de principios morales, sino palabra de sabiduría. Cuando esto se olvida, el literalismo desemboca en el fundamentalismo.
Una cosa es el "principio de sabiduría", tal como lo formula el maestro de Nazaret, a partir del texto del Génesis, y otra bien diferente es pretender aplicarlo de un modo voluntarista a lo que puede ocurrir en cada pareja concreta.
A nadie habría de resultarle difícil de comprender la infinidad de factores y de condicionamientos, que explican funcionamientos tan dispares de una pareja a otra. Debido a ello, se producirán inevitablemente aciertos y errores, así como decisiones que no puedan llevar a otra cosa que a un "mal menor".
El propio Jesús, que condena el adulterio, se erige como defensor de una mujer sorprendida en adulterio, a quienes los observantes religiosos querían apedrear (Juan 8,1-11).
Pero, como decía, la respuesta de Jesús va a centrarse en otra cuestión, por la que no le habían preguntado. Más aún, se trataba de algo tan lejano a lo que era el pensamiento oficial y el imaginario colectivo, que la toma de postura de Jesús debió resultarles escandalosa. Hasta el punto de que, una vez en casa, los propios discípulos le vuelven a insistir "sobre el mismo tema".
La "novedad" de Jesús radica en plantear la posibilidad de algo que la sociedad judía no contemplaba: que fuera la mujer la que pidiera el divorcio.
Lo que eso significaba era bien simple: situar a varón y mujer en pie de igualdad. O, dicho de otro modo, desactivar el machismo que, como ocurre todavía hoy en no pocos ámbitos geográficos y culturales, lleva a considerar a la mujer como "propiedad" del varón o, al menos, a su servicio.
Es claro que tales actitudes machistas, por más que se hubieran mantenido durante siglos, contradecían flagrantemente aquel primer principio bíblico que hablaba de "ser los dos una sola carne".
En realidad, la actitud de Jesús es coherente con toda su trayectoria. Si algo queda claro en el relato evangélico es su posicionamiento decidido a favor de "los últimos", "los pequeños", "los niños"...
El maestro de Nazaret, rompiendo tabúes intocables como el del parentesco y el del estatus social, se coloca voluntariamente en la escala más baja de la pirámide, en el lugar de los últimos y, tanto con sus palabras como con su comportamiento él mismo se autoestigmatiza, situándose en los márgenes de la sociedad y de la religión.
Este hombre, voluntariamente "desclasado", elige la pobreza (Marcos 10,21) y aparece como el hombre fraternal, que sabe ver, en cada persona que se le acerca, a un hermano, a una hermana. Se muestra profundamente acogedor, particularmente con quienes se sentían más discriminados por cuestiones sociales o religiosas (enfermos, pecadores, mujeres, niños; Zaqueo, María Magdalena, la mujer adúltera...). No hay duda: los "últimos" son sus preferidos: no porque sean "mejores", sino porque son "últimos".
Por todo ello, no parece casual que, tras el relato en el que se defiende la igualdad de la mujer con respecto al varón, aparezca la escena de los niños.
En el evangelio –como en la Palestina del siglo I-, la figura del niño no evoca algo positivo, sino todo lo contrario. Por eso, cuando sobre esa figura se han proyectado estereotipos posteriores, no solo se ha caído en un anacronismo histórico, sino que hasta parecía que se elogiaban actitudes infantiles.
En el evangelio, el "niño" es imagen de quien "no cuenta", "el último de todos". Por eso, la expresión "dejad que los niños se acerquen a mí", habría que traducirla más adecuadamente por "dejad que los últimos se acerquen a mí". Y así es como comprendemos el enfado de los discípulos que, por querer impedirlo, son objeto de la ira de Jesús.
El maestro de Nazaret se identifica con los "niños" o "los últimos" (abrazar significa identificarse) y deja claro que solo puede comprender y vivir su proyecto –que él llamaba "reino de Dios"- quien está dispuesto a "ser niño", es decir, a colocarse voluntariamente en el último lugar, como él mismo había hecho: "el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir" (Marcos 10,45); "yo estoy entre vosotros como el que sirve" (Lucas 22,27).
Enrique Martínez Lozano