UNO DE LOS NUESTROS
Enrique Martínez LozanoLc 3, 15-16.21-22
Pareciera que Lucas tiene interés en mostrar a Jesús como uno más, porque lo presenta tomando parte de un “bautismo general”. En principio, quienes se acercaban al Bautista se consideraban necesitados de purificación, necesidad que se escenificaba en el rito bautismal.
Frente a la tendencia tan temprana de convertir a Jesús en objeto de culto, elevándolo y alejándolo de la condición humana, me parece que nos hace bien verlo en la “cola de los pecadores”. De ese modo, lo sentimos de los nuestros y, al verlo a él, nos resulta más fácil vernos a nosotros mismos.
No sabemos qué fue lo que Jesús vivió antes de su bautismo, ni qué hizo que tal acontecimiento supusiera para él la “revelación” de su identidad más profunda. Lo que nos ha llegado es que, en esa circunstancia, se percibió a sí mismo como “hijo amado”, con una intensidad tal que habría de marcar definitivamente su vida y su destino.
“Hijo amado” naciendo, constante y permanentemente, del Fondo amoroso y Fuente de vida a la que habría de llamar “Padre”, y de la que se sabía y vivía no separado.
En realidad, todo lo que tiene que ver con la vida tendría que conjugarse en gerundio, porque todo es siendo. Al substantivar la realidad, tendemos a pensarla como “objetos” aislados unos de otros y cerrados sobre sí mismos. Es consecuencia inevitable de ver –y nombrar- todo desde la mente objetivadora.
Sin embargo, cuando se sortea esa trampa, no es difícil advertir que, paradójicamente, todo es ya pleno presente y, simultáneamente, todo es procesual: todo ES a la vez que ESTÁ SIENDO.
Jesús supo vivirse en ese “doble nivel”, en su realidad histórica como persona individual, y en su realidad más honda, como Fondo que se expresaba en una forma histórica.
Aquí radica la sabiduría que nos permite despertar: somos una “ola” concreta que está siendo, en un recorrido histórico determinado, y somos a la vez el océano que siempre es.
Cuando nos reducimos a la “ola”, es inevitable la confusión y el sufrimiento, porque nos vemos inconsistentes, vulnerables y a merced de cualquier circunstancia.
Cuando, por el contrario, no perdemos la conexión con nuestra identidad más profunda –aquella que permanece cuando soltamos todo-; cuando nos hacemos conscientes, como Jesús, de que “el Padre y yo somos uno”, nos estamos percibiendo y experimentando como el “océano” que genera olas sin cesar. En este caso, quitamos a las circunstancias su poder sobre nosotros y empezamos a verlas como “nubes” que ya no nos afectan absolutamente.
En el primer caso, al reducirnos a la identidad individual, estamos dormidos. Tomamos como real el “sueño” de la vida y vivimos como actores y actrices que han “olvidado” su verdadera identidad para asumir la del personaje que representan. Se comprende que nos sintamos como “personajes” endebles, asustados y perecederos.
Al despertar, seguimos reconociendo el valor “relativo” de este sueño, pero ya no nos identificamos con los “papeles” que estamos representando.
Esta no-identificación no significa indolencia, pasividad ni indiferencia, como nuestra mente (nuestro ego) está tentada a leer. Esa tendencia de la mente se comprende porque, debido a su carácter dual, tiende a separar tajantemente lo que solo son dos polos complementarios. Es decir, para la mente, si no hay identificación, hay pasividad.
La actitud adecuada es otra: no hay identificación –porque evitamos la trampa de reducirnos a lo que no somos-, pero estamos en conexión constante con nuestra identidad profunda que es Amor y Unidad con todo. Por eso no es necesario estar identificados con el personaje para comprometerse en la transformación del mundo.
Lo que ocurre es que, mientras se adopte, consciente o inconscientemente, una postura dual, la ecuanimidad y el compromiso no podrán verse sino como opuestos, imposible de armonizar entre sí.
Sin embargo, en una perspectiva no-dual, cada uno reclama al otro: la contemplación es el corazón del compromiso, y este es la expresión de aquella.
Enrique Martínez Lozano