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JESÚS DA LA CARA POR UNA MUJER DESCONOCIDA

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Jn 8, 1-11

El fragmento se inserta en la penúltima estancia de Jesús en Jerusalén, con motivo de la "Fiesta de las Tiendas", una gran fiesta religiosa anual que se celebraba desde antes del Exilio. Es la fiesta del cumplimiento de la Promesa, la fiesta mesiánica por excelencia. El símbolo fundamental era el agua, como signo de abundancia y de bendición de Dios, y las chozas de ramaje que se hacían alrededor de la ciudad, recordando la peregrinación por el desierto, desde las que se hacían procesiones rituales a las fuentes de Gijón, que brotaban en la ladera sudeste de la colina del Templo y derramaban el agua a la piscina de Siloé. Jesús ha aprovechado este simbolismo para declarar:

Si alguno tiene sed, que venga a mí
que beba el que cree en mí.
Como dice la Escritura
de su seno brotarán corrientes de agua viva.

Todo ello provoca la áspera disputa con las autoridades sobre la autoridad de Jesús, y discusiones entre la gente acerca de Jesús. Finalmente, los jefes mandan una patrulla para prenderle, pero los guardias se vuelven sin arrestarle diciendo: "¡Jamás hombre alguno ha hablado como ese hombre!". ¡Qué admirable poder de la presencia y la palabra de Jesús, que deja embobados e inermes incluso a los policías que van a detenerle!

En este contexto se inserta el pasaje del evangelio de hoy. No es un texto original de Juan: es una adición posterior. Por sus características internas y literarias se parece mucho a Lucas. Incluso en algunos manuscritos antiguos se coloca en Lucas, después del 21, 38, es decir, al final de las últimas discusiones en el templo, inmediatamente antes del relato de la Pasión. De todas maneras nadie discute su autenticidad y es seguro que es un relato contemporáneo a los Evangelios, desplazado aquí por razones que conocemos mal.

El relato se podría incluir entre las "trampas" que se van poniendo a Jesús para desautorizarle. La discusión sobre el tributo al César, la cuestión de la Resurrección, el primer Mandamiento, el cuestionamiento de su autoridad... Esta vez la trampa es mortal. Condenar a la mujer, aparte de posibles problemas jurídicos sobre autoridad para condenar a muerte, supone que toda la doctrina del perdón no se lleva a la práctica. Perdonar a la mujer significa quebrantar la Ley de Moisés, "autorizar" el pecado. Es una trampa perfecta, rabínica, un callejón sin salida.

Jesús tenía una escapatoria; como lo hizo en Lucas 12,13 podía decir: ¿quién me ha nombrado a mí juez en Israel?. Pero entonces lapidarían a la mujer. Y es eso lo que quiere evitar Jesús, a toda costa.

La escena, por otra parte, es soberbia, incluso literariamente: el escenario, un pórtico del Templo; multitud de gente rodeando a Jesús, sentado, como un rabino prestigioso; un espacio libre en el centro, y allí, la mujer en pie y los sabios y santos del pueblo acosando a Jesús....

Como siempre, sin embargo, Jesús demuestra que todas esas dificultades están situadas en plano jurídico humano muy inferior, y "vuela" sobre ellas en una interpretación mucho más profunda. Varias son las frases determinantes.

"Aquel de vosotros que esté sin pecado, que tire la primera piedra"

¿Quién es el hombre para juzgar de los pecados de los hombres? La primera tremenda verdad que pasan por alto aquellos jefes religiosos es que se consideran jueces de la conciencia de los demás. Y esto pertenece sólo a Dios.

Pero, por encima de esto, hay otra lección más profunda, repetida en varios momentos por Jesús: ¿Por qué te consideras justo? La humanidad no está dividida en "justos" y "pecadores". La humanidad es una comunidad de pecadores, por lo que necesita del perdón para sobrevivir.

(La viga en tu ojo y la paja en ojo ajeno - El Fariseo y el Publicano - La parábola de los dos deudores - Todo ello culminación de la estupenda intuición del libro de Jonás: "pues si tú te contristas porque muere un arbusto, ¿no se va a preocupar Dios de la muerte de tantos hombres...?". Y, por encima de todo, la Parábola del Hijo Pródigo, que leímos el domingo pasado, en que muestra cómo es Dios respecto a los pecadores.)

Pero hay que recordar aquí que los escribas y los fariseos no hacen más que aplicar la ley, la ley de Moisés, la ley de "Dios":

LEVÍTICO 2,10: si un hombre comete adulterio con la mujer de su prójimo, será muerto, tanto el adúltero como la adúltera.

DEUTERONOMIO 22,22: si se sorprende a un hombre acostado con una mujer casada, morirán los dos... Así harás desaparecer de Israel el mal.

¿Es que para Jesús La Ley no es válida? ¿No hay que cumplir la Ley de Dios? ¿No es Palabra de Dios?

Al responder a esta pregunta nos encontramos con dos sorpresas, fundamentales para entender lo de Jesús:

• Que sólo podemos afirmar que el Antiguo testamento es Palabra de Dios cuando es recogido por Jesús. Cuando es superado, corregido o negado por Jesús (recordemos Mateo 5,43 "Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos...") no podemos entenderlo más que como pura provisionalidad, la manera, imperfecta, de entender la Palabra que se hizo en un tiempo muy lejano a la mentalidad de Jesús.

• Que Jesús supera la Ley en un sentido muy profundo: salvar a la persona es antes que cumplir la ley. Los escribas y fariseos quieren observar la ley matando a la persona. Jesús quiere salvar a la persona aun forzando la ley. No es el hombre para el sábado sino el sábado para el hombre.

Así, Jesús revela a Dios. Dios no es el que busca la justicia por el castigo. Dios es el que quiere salvar del pecado. Y nosotros los hombres o somos así o vamos contra Dios. Salvar al pecador, liberar del pecado es la obsesión de Jesús. Y por eso se indigna contra los "justos", porque en primer lugar no lo son, sino que son tan ciegos que no saben que son pecadores; y en segundo lugar porque, si lo son, es porque han recibido de Dios mucho más que otros, para que puedan salvar más.

"Tampoco yo te condeno. Vete en paz y no peques más"

Una vez más, Jesús ha actuado como Salvador, como Médico. Intenta ante todo curar a la mujer, y curar a los orgullosos letrados y fariseos, que son pecadores, están enfermos, pero no se dan cuenta, y ésa es su más grave enfermedad.

Es importante, sin embargo, darnos cuenta de que el mensaje no es que el pecado no tiene importancia. El pecado es una grave, quizá gravísima enfermedad. Quizá una enfermedad mortal. Una cosa es perdonar y otra decir que el pecado es indiferente.

El pecado es la muerte del hombre, y por tanto la preocupación de Dios, que no quiere que nadie se pierda (El Buen Pastor, la Oveja Perdida, la Mujer y las Cinco Monedas...). Pero Dios está para salvar, para evitar que el hombre se pierda. Dios es así. Esta es la Buena Noticia.

Nos viene a la memoria la "última acción de Salvador" de Jesús. Mientras le crucifican va diciendo "Perdónales porque no saben lo que hacen". Y casi justo antes de morir, acepta al ladrón que no le dice más que "no te olvides de este pecador".

Por tanto, nuestra actitud ante todos los hombres nunca es de condena, porque sabemos que no son culpables sino enfermos, como nosotros mismos. Y no les ofrecemos la salud nosotros los sanos, sino nosotros tan enfermos como ellos. Ninguna soberbia, ninguna superioridad, ningún sentido de que nosotros somos más que nadie: sedientos como todos, sabemos dónde está la fuente y compartimos el agua que hemos recibido. Oscuros como todos, nuestra mecha se ha encendido en el Fuego del Espíritu y procuramos que todo se encienda en él. Porque hemos entendido el sentido de la vida cristiana: dejar atrás todos los valores intrascendentes para dedicarse a la gran Misión: colaborar con el Salvador, ayudar a curar el mal del mundo.

La fuente de todo esto es el descubrimiento del amor de Dios. Dios ama. En el comportamiento de los fariseos y de Jesús frente a la mujer adúltera hay una diferencia esencial. A Jesús le importa la mujer, le quiere, quiere que salga de sus pecados. A los otros les importa sólo que se cumpla la Ley. Y éste es el secreto: si descubrimos que Dios nos quiere, empezaremos a querer, nos sentiremos hermanos en la enfermedad y procuraremos compartir la medicina.

 

José Enrique Galarreta

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