EL MANIFIESTO DE LAS CATACUMBAS
Fernando Bermúdez López y Juan V. Fernández de la GalaLa inesperada renuncia al pontificado del cardenal Joseph Ratzinger debe ser un motivo de honda reflexión para todos los miembros de la cristiandad. La Iglesia, que vive hoy acuciada por graves escándalos que han minado seriamente su credibilidad moral, se empeña todavía en seguir revestida de un poder mundano que no le es propio, se mantiene separada del mundo contemporáneo por un lenguaje y unos gestos que no son los de Jesús, y, llena de miedo, como aquella primitiva comunidad apostólica antes de Pentecostés, vive atrincherada frente a un mundo del que debería ser fermento de transformación.
Hace ahora 50 años, el Concilio Vaticano II supuso un intento de renovación evangélica que quiso abrir puertas y ventanas al mundo. Aquellas propuestas no nacieron de un eventual motu proprio, sino de la colegialidad de la asamblea de los obispos y del asesoramiento de la teología más inspirada.
Al presentar su renuncia, Benedicto XVI ha llamado la atención sobre la necesidad de que, pueda sucederle alguien que sea capaz de afrontar el reto de las "rápidas transformaciones y las cuestiones de gran relieve para la vida de la fe que sacuden el mundo". A la luz del Concilio, parece ser esta la mejor invitación que podía hacernos el Espíritu. Siguiendo a Cristo, la Iglesia está llamada a encarnarse constantemente en la historia de la humanidad, a vivir la pasión en su crucifixión solidaria con todos los hombres y mujeres que sufren el dolor, la injusticia y el olvido y a instaurar para ellos en el mundo la luz de la esperanza pascual.
Todos nosotros, pueblo y jerarquía, formamos parte de una Iglesia que se reconoce necesitada de conversión y en constante búsqueda de la senda original del Evangelio. Así lo sintió también en 1965, pocos días antes de la clausura del Concilio Vaticano II, un grupo de unos 40 padres conciliares. Reunidos para celebrar la Eucaristía en la catacumba de Santa Domitila, suscribieron el llamado "Pacto o manifiesto de las Catacumbas", con el liderazgo del obispo brasileño Dom Hélder Câmara, en un intento valeroso de representar mejor la Iglesia de Jesús y de ser más fieles a la senda original del Evangelio. Muchos otros se unieron después.
El manifiesto es una invitación a los "hermanos en el episcopado" a llevar una "vida de pobreza" y a ser una Iglesia "servidora y pobre" como lo quería Juan XXIII. Los firmantes se comprometían a vivir en pobreza, a rechazar todos los símbolos o privilegios de poder y a colocar a los pobres en el centro de su ministerio pastoral.
Este es el contenido de aquel manifiesto: EL PACTO DE LAS CATACUMBAS
Una Iglesia renovada necesita obispos renovados, convencidos de que su función es un servicio a la comunidad de los fieles, no un sillón desde el que mandar. Los candidatos tendrían que ser, sobre todo, buenos pastores y no parecer en ningún caso gerentes de la multinacional eclesiástica, preocupados solo de ascender en el escalafón de una empresa con sede en Roma. Tendrían que ser verdaderos creyentes capaces de hacerse transparentes a la luz de Cristo y abrir su ministerio al aliento del Espíritu, que sopla donde quiere. Su vida, sus gestos y sus palabras tendrían que ser como las de Jesús de Nazaret: sencillas, cercanas y comprometidas. Lamentablemente, la imagen y los modos de algunos de nuestros obispos parecen muy distantes de las propuestas de Jesús y es un escándalo para la Iglesia y para el mundo que esto siga siendo así por más tiempo. Por eso, quizá sea bueno que, en estos días de profunda reflexión para la Iglesia, hagamos llegar el manifiesto especialmente a nuestros obispos y responsables eclesiásticos. Ojalá nos sirva a todos como una invitación a una conversión profunda al Evangelio de los modos y las estructuras eclesiales.
Fernando Bermúdez López y Juan V. Fernández de la Gala