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COMULGAR CON EL CRUCIFICADO

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Jn 18, 1 a 19, 42

Cada año se nos ofrece la oportunidad de vivir el desafío de la cruz. Jesús muere en la cruz rechazado por los jefes del pueblo, ejecutado por orden del procurador romano, como un sedicioso, sin muerte de profeta, con todos los signos externos tradicionales del rechazado de los hombres y del mismo Dios. Para sus enemigos, ésta fue la suprema confirmación de que no era el Mesías verdadero, sino un impostor. Para sus propios discípulos, supuso la gran crisis de su fe. La expresa muy bien el relato de los dos de Emaús: "nosotros esperábamos que él iba a ser el libertador de Israel, pero ya van dos días que murió..."

Y es así, en efecto, con la muerte de Jesús en la cruz muere todo mesianismo davídico triunfante. Tenían razón los sacerdotes: no era éste el que esperábamos. Pero era éste el que debían esperar. Por esta razón tantos textos de la resurrección insisten en que Jesús les hace entender las Escrituras, les enseña a leerlas, les abre la mente para comprender. Eso es lo que debemos esperar del Viernes Santo: que nos abra la mente para entender y aceptar a Jesús y al Dios de Jesús.

Ante el Jesús de Getsemaní y de la cruz, que clama a su Padre desde un profundo desamparo interior, y es denostado por sus enemigos que le retan a que baje de la cruz, muere definitivamente la imagen de Jesús falso hombre, deidad disfrazada de humanidad, dotada de especiales poderes que utiliza cuando le viene bien. Jesús muere porque ha resultado peligroso para los poderes religiosos que manejan a su vez a los poderes políticos. Los motivos de su muerte son bien humanos: su delito han sido sus curaciones y sus parábolas. Pero los sacerdotes han entendido muy bien, quizá fueron los que mejor entendieron a Jesús: si lo de Jesús triunfa, se acabó su poder, su templo, su status. Jesús se enfrentó a todo eso y fue crucificado porque ellos eran más poderosos. Así, sin más. La humanidad de Jesús resplandece en la Pasión de manera singular.

Pero con esa muerte murieron también para siempre los sacerdotes, los ritos del Templo, la religión/poder, la opresión religiosa del pueblo por sus jefes, la teología para sabios iniciados, la santidad reservada a los puros, la ley como ocasión de condena, el servicio a Dios bajo temor... todo eso murió. Los que creyeron en Jesús se libraron de todo eso. También a ellos intentaron matarlos, aunque tuvieron que contentarse con ser expulsados de la Sinagoga. Y para nosotros, los que dos mil años más tarde seguimos a Jesús, todas esas cosas han muerto también.

Jesús muere por los pecados, a causa de los pecados. Lo llevan a la muerte la desdeñosa pureza legal de los fariseos, la dogmática engreída de los escribas, la conveniencia política y económica de los sacerdotes, la razón de estado, el desinterés por la justicia de los gobernantes, la indiferencia del pueblo que aspira sólo a un mecías guerrillero, la cobardía de sus seguidores. Por todos esos pecados muere Jesús. Es decir, por la soberbia, la envidia, la venganza, la comodidad, la cobardía... los mismo pecados que hay en cada uno de nosotros, los que pueden causar nuestra muerte como personas y la de la humanidad como tal.

Por eso, una lectura de la muerte de Jesús entiende que el pecado es más poderoso que el Inocente, que el mal prevalece sobre el bien. Pero no es verdad. En los que siguen a Jesús se muestra que el pecado puede ser vencido, pero desde dentro, desde la conversión, desde el seguimiento. En ellos queda claro que Jesús puede quitar el pecado, que es verdaderamente el Libertador.

Jesús crucificado muestra qué es el triunfo: llegar hasta el final, realizar su labor por encima de todo miedo y conveniencia, entregarse a la gente pese a quien pese, y cueste lo que cueste. Jesús crucificado muestra que es más que un hombre normal: es el hombre lleno del Espíritu, y es el Espíritu el que le hace capaz de ir hasta el final. Jesús pudo evitar su muerte. Simplemente, con no subir a Jerusalén a celebrar la Pascua. Simplemente con no pernoctar aquella noche en Getsemaní. Jesús pudo perderse en los desiertos del este y buscarse la vida en Petra o en la corte de Persia; facultades tenía de sobra para ello. Fue a la muerte porque aceptó dar la vida, anunciar el mensaje en el mismo Templo de Jerusalén. Jesús se entregó libremente, y una vez detenido y atado, ya no pudo escapar. Por eso, los jefes judíos se sintieron confirmados en que no era el Mesías. Por eso, sus discípulos estuvieron a punto de no creer en él. Y por eso, precisamente por eso, porque pudo escaparse y no lo hizo y porque cuando lo ataron ya no pudo escapar, por eso precisamente creemos nosotros en él, en el Hombre lleno del Espíritu.

En este crucificado descubrimos nosotros cómo es Dios. Por Jesús crucificado conocemos a su Padre, por Jesús crucificado podemos llamar a Dios Padre. Seguimos sintiendo la tentación de exigir al Todopoderoso un milagro en favor de su hijo. Seguimos añorando a los dioses milagreros. Seguimos deseando que a los santos todo les vaya bien y no tengan por qué sufrir. En resumen, seguimos pensando que la religión es una excepción de la vida, un continuo milagro, una magia aparte de lo cotidiano. Y Jesús crucificado nos muestra a la religión como la fuerza para asumir la vida hasta el final, como entrega al Reino con todas sus consecuencias.

Ante todo esto, ¡que ridícula queda aquella teología que entiende la cruz como el sacrificio sangriento con el cual Jesús paga por nosotros la deuda del pecado para que el Padre nos perdone! Es como si Jesús fuera el bueno, capaz de aplacar con su sangre al Juez hasta entonces implacable. Pero nosotros sabemos que Jesús es así porque está lleno del Espíritu, es decir "porque se parece a su Padre", porque es el Hijo. En la cruz conocemos al Padre. En la cruz conocemos el amor, y su verdadera naturaleza: más que un sentimiento, una capacidad de entrega hasta la muerte. Y en ese amor de Jesús reconocemos que es el Hijo, en el corazón de Jesús reconocemos el corazón del Padre. Y es por todo esto por lo que en la pasión y muerte de Jesús resplandece no sólo la humanidad sino la divinidad. Nos han malacostumbrado a entender que Dios resplandece en relámpagos luminosos y esplendores rituales. No, Dios resplandece en el corazón de ese hombre, en su impecable veracidad, en su inagotable capacidad de con-padecer, en su valor, en su consecuencia hasta el final. La divinidad no es un añadido que anula a la humanidad, sino la fuerza del Viento de Dios que potencia a la humanidad hasta límites insospechables.

 

PARA COMPLETAR LA CELEBRACIÓN DEL VIERNES SANTO

La celebración del Viernes Santo tiene cuatro partes:

la lectura de la Palabra,
la oración,
la adoración de Cristo Crucificado
la comunión.

 

SEGUNDA PARTE: LA ORACIÓN UNIVERSAL

Después de la lectura de la Pasión, hacemos una larga oración, en la que concluimos a todas las personas del mundo. Reunida ante Jesús crucificado, la Iglesia entra en oración, agrupando ante Él todas las necesidades de la humanidad, de los que creen en Jesús y de todos, creyentes y no creyentes.

Es un momento enormemente intenso, puesto que ponemos ante la muerte de Cristo todo el mundo, como acogiéndolos a todos junto a Jesús crucificado, y pidiendo por la salvación de todo el género humano.

Sugiero que, en cada una de las oraciones, se sustituya el "Dios todopoderoso y eterno" por "Dios y Padre nuestro".

 

TERCERA PARTE, LA ADORACIÓN DE LA CRUZ

La cruz, el patíbulo en que está colgado Cristo muerto, es el escándalo. Que alguien muera ahí es para que todos odiemos la cruz, la aborrezcamos como símbolo vivo de la humillación de Jesús.

Pero desde la fe, la cruz se convierte en la demostración máxima de la entrega de Jesús: Jesús fue consecuente hasta el final, por eso creemos en Él. Más aún, en esa entrega de Jesús conocemos a Dios mismo. Jesús es capaz de ir hasta el final, hasta la misma cruz, por la fuerza del mismo Dios que estaba en Él. Por eso veneramos su cruz, porque en ella hemos podido conocer mejor de qué es capaz el amor de Cristo y el amor de Dios. Por esto, la adoración de la cruz es la superación del máximo obstáculo para nuestra fe.

"Por la cruz a la resurrección" se convierte así en la síntesis profunda de la vida del cristiano. La aceptación de la cruz como elemento de salvación es la aceptación de la vida en servicio, como aceptación de la voluntad de Dios sobre nosotros. Es la aplicación de las lecturas de Filipenses y de Hebreos. Adoramos hasta el patíbulo de Cristo, porque el Espíritu de Dios ha podido dar sentido hasta a esa muerte infamante.

La adoración de la cruz es un signo de respeto y amor por algo tan unido al momento más dramático de la vida de Jesús. Pero tiene más sentido. Es la aceptación de la vida como cruz, la profesión de fe en que la cruz no es final sino camino. En la cruz que adoramos está Jesús muerto; solamente podemos adorarla porque sabemos que Jesús no está muerto, que ahora, mientras le contemplamos muerto, está vivo y sentado a la diestra de Dios.


CUARTA PARTE, LA COMUNIÓN

Hoy no se celebra la Eucaristía. La Iglesia lo ha hecho así como señal de duelo. Hoy no hay "celebración". Es una antigua costumbre, más o menos razonable. Pero los cristianos echaban de menos la comunión, y desde hace algunos años se la incluye en la celebración. Ha sido, sin duda, una concesión a la devoción popular por "comulgar", pero especialmente oportuna y llena de sentido, hoy quizá más que nunca.

La comunión no parece tener mucho sentido desplazada de la celebración de la Eucaristía pero tiene hoy una significación muy especial.

Hoy, Viernes Santo, con el recuerdo vivido y cercano de Jesús entregado hasta la muerte en cruz, comulgar adquiere un significado muy especial: se trata de comulgar con Él, en el sentido más profundo de la palabra comulgar; estar de acuerdo, estar con él, aceptarlo, adherirse a Él.

Esta comunión con Jesús subraya, hoy más que nunca, el sentido de compromiso que tiene la fe. Comulgar con Jesús significa aceptar una invitación: Jesús se sentía hijo y vivió como hijo; Jesús entregó su vida para que nos enterásemos de que somos hijos y viviéramos como hijos; Jesús invitó, y sigue invitando a vivir así. Comulgar significa aceptar: aceptar que soy hijo, aceptar vivir como hijo, aceptar el encargo de anunciar esto, de preocuparse por los hijos.

Siempre es así la comunión, pero hoy parece que este aspecto de adhesión a Jesús queda subrayado de manera muy especial, porque se hace en el momento en que contemplamos lo que le costó a Jesús todo eso.

Aceptar a Dios a pesar de la cruz, del mal de la vida y del mundo.
Aceptar que la cruz de los demás es mi cruz y estar dispuesto a compartirla.
Aceptar que la cruz es sólo camino, pero no final.
Aceptarlo porque creemos en Jesús, el Hijo entregado hasta la muerte.

Como siempre y más que nunca, hoy se trata de que "comulgamos con el crucificado". Nuestra adhesión a él significa la aceptación de sus criterios y sus valores, los que le llevaron hasta la muerte.

Comulgar hoy significa cambiar de bando: pasar de estar con los crucificadores a estar con los crucificados. Pasar de ser crucificador a ser, quizá, crucificado.

Comulgar es, hoy más que nunca, una opción por Jesús, con todas las consecuencias que pudiera llevar. Una hermosa frase de Pablo lo resume bien: por la cruz de Cristo, el mundo (sus criterios y valores ) son para mí como un crucificado, y así, como un crucificado soy yo también para ellos, como lo fue el mismo Jesús.

Tuvo mucha razón el pueblo cristiano cuando reclamó que el Viernes Santo no podía pasar sin comulgar con el crucificado.

 

José Enrique Galarreta

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