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¿DIOS MISERICORDIOSO?

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El Dios que se presentaba en el catecismo de nuestra infancia era "premiador de buenos y castigador de malos". El mundo en el que vivíamos era sin duda injusto y violento pero Dios, que lo veía todo, terminaría haciendo justicia y enviando al infierno a los causantes de la violencia a los pobres.

Múltiples causas han contribuido a dar un vuelco a ese paradigma. Dios es ahora sobre todo compasivo y misericordioso: "nos conoce y sabe de qué barro estamos hechos" y no puede por tanto ser proclive a la venganza. El infierno no puede existir y, en todo caso, estará vacío. En este clima vivimos ahora y hasta el nuevo papa lo ha expresado en su primer angelus: "El rostro de Dios es el de un padre misericordioso que siempre tiene paciencia... Nos comprende, nos espera, no se cansa de perdonarnos".

El teólogo francés Christian Duquoc ha puesto esta temática en relación con el mesianismo de Jesús. Nacido en un clima de expectativa mesiánica, a Jesús se le atribuye pronto el título de Mesías. Y justamente el Mesías judío era quien iba a traer un reinado de paz y de justicia. Pero a pesar de su anuncio de que el reino de Dios está ya aquí, la paz no llega con Jesús. Ni siquiera tras su resurrección se cumplen las esperanzas de los discípulos. "¿Es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel?" (Hch 1,6)

Es que el mesianismo de Jesús es diferente al judío. No viene a implantar un reinado temporal y político. Su reino consiste en la llegada del Espíritu. Ha llegado la paz, "para los de lejos y los de cerca" (Ef, 1,17) pero es una paz interior. "El reino de Dios está dentro de vosotros".

Ahora bien, si así son las cosas ¿qué ocurre con la justicia? Sin ella los violentos seguirán dominando y explotando, viviendo del sufrimiento de los más débiles. La teología cristiana destacará sobre todo la paciencia de Dios y terminará retardando hasta el último día el triunfo de la justicia. Sólo entonces los violentos recibirán su castigo y los justos su premio.

Esta solución no carece de eficacia. El temor al castigo futuro, tan utilizado en la predicación durante siglos, ha condicionado muchas conductas. Sin embargo ha tenido también efectos perniciosos. Ya es tópico recalcar que así se pudo recomendar a los pobres el sometimiento y la paciencia como la actitud querida por Dios. Llegaría un tiempo en que se les resarciría de sus sufrimientos.

De ahí la crítica de las teologías de la liberación. Esta justicia relegada al final del tiempo ha producido la pasividad de los cristianos ante la historia. Porque si se quiere que lleguen la paz y la justicia, hay que luchar por ellas. No es posible anunciar la llegada de la paz y quedarse a la vez con los brazos cruzados ante los opresores.

Esta postura parece cargada de razón pero también ella puede someterse a la crítica. Si la violencia llama a la violencia, luchar contra la existente es aceptarla como componente inevitable de las relaciones humanas. Máxime cuando se tiene ya la experiencia en el siglo XX de que las ideologías liberadoras volvieron a instaurar la violencia, a veces más dura que la anterior. Si la teología clásica llevaba a la inacción, las teologías liberadoras parecen aceptar y someterse a las condiciones de las sociedades humanas, en las que la paz y la justicia no pueden lograrse sin coacción y condenas.

En todas estas contradicciones y aporías se mueve la reflexión sobre Dios, su talante, el anuncio de la paz de Jesús y su realización histórica.

o Si Dios perdona siempre ¿cómo se dice que va a tener su momento de venganza, aunque sea al final de los días? Si Jesús es el que invita, el que seduce, el que no condena ¿cómo es que se convierte en un juez implacable en su juicio final?

o Pero también al contrario: si Dios es infinitamente misericordioso y va a perdonar a todos ¿qué influencia tiene en la historia violenta de los humanos? Esa idea de un Dios perdonador da vía libre a todas las violencias; al final van a ser igualmente perdonadas.

Ya se ve que se trata de cuestiones demasiado complejas para solucionarlas en el marco de un artículo. Quiero sin embargo atreverme a hacer algunas afirmaciones finales.

Dios es ciertamente compasivo y misericordioso. Lo hemos conocido en la vida de Jesús, en su comprensión, en su renuncia a la violencia que ejercen los poderosos, en su espíritu de oferta y seducción.

Sabemos sin embargo que esta cualidad aplicada a Dios es, como cualquier otra, únicamente aproximativa. Com-padecer es sentir con el otro, hacer propios sus sentimientos. Comporta ternura, cercanía, sintonía, acompañamiento. Comporta también pobreza. Compadecer nos hace pobres, como lo fue el propio Jesús. El rico es por definición inmisericorde.

¿Cuál es la riqueza de la misericordia? ¿dónde radica su fuerza? No en su poder de coacción sino de seducción, no de imposición sino de llamada.

El papa ha hablado de su deseo de una Iglesia pobre. Falta mucho camino para que lo consiga. Lo será si muestra en sus acciones -no sólo en sus palabras- que la compasión, la cercanía al otro, y por tanto el reparto de los bienes son la vida. Entonces podrá anunciar también sin mentira que la acumulación de bienes, el desinterés por los pobres, la violencia son en realidad la muerte.

El Dios misericordioso buscará hasta la extenuación el fondo mejor de cada uno, descubrirá su riqueza, aun la más escondida, lamentará que se haya escogido otro camino y anunciará que hay caminos que llevan a la muerte. No es otro el sentido de la escena del juicio final. Muestra definitivamente lo que ya proponía el salmo 1: el justo será como un árbol plantado junto a la acequia; el camino de los malos perecerá. Como dice san Pablo: "La muerte es el precio del pecado". Un Dios misericordioso ¿puede impedir, a pesar de haber empeñado la vida en evitarlo, que quien elige un camino de muerte se precipite en ella?

 

Carlos F. Barberá

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