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OTRA NAVIDAD

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Desde la perspectiva de la tradición cristiana suele haber dos visiones distintas sobre la Navidad tal como la conocemos y vivimos en nuestras ciudades.

La primera es muy crítica. Supuestamente se celebra el nacimiento de Jesús pero en la práctica ese recuerdo se va olvidando para dejar paso a una pura fiesta de derroche, consumo y excesos. Sería necesario recuperar para los creyentes una fiesta que era suya y ahora ha caído en manos de las grandes superficies, con la seducción de sus ofertas y catálogos.

La segunda visión aporta por el contrario una reflexión positiva. La celebración de la Navidad, tal como transcurre, es una manifestación de la fiesta, ese componente indispensable de la vida humana ("si la fiesta desapareciera"..., reflexionaba el desaparecido fundador de Taizé). Aun olvidando el origen cristiano, las fiestas navideñas son la expresión del sí a la vida que toda fiesta proclama. Sin duda hay derroche y excesos pero precisamente lo exuberante, lo excesivo, son componentes esenciales de la fiesta, que sin ella no existiría. Los posibles excesos no invalidan su fondo positivo.

A ambos puntos de vista puede hacérseles reproches.

Al primero hay que recordarle que la fiesta de Navidad vino a sustituir a una romana, la del sol invictus, es decir, la del solsticio de invierno. Hoy vivimos en sociedades laicas y multirreligiosas, en las que cada vez será más difícil que una sola religión imponga los días festivos y las celebraciones comunes. Poco a poco se irá reivindicando incluso el cambio del nombre: no se hablará ya de la Navidad sino de las fiestas de invierno. Acaso acompañado de lamentos y nostalgias, no parece que ese proceso sea evitable.

Al dictamen más positivo, aun valorando su afán conciliador, se le puede objetar que acaba diluyendo una fiesta específicamente cristiana en el concepto general de lo festivo. ¿Qué queda del anuncio evangélico del nacimiento de Jesús? ¿será finalmente la fiesta de la venida de papá Noel, de la afirmación de la bondad hecha abuelo sonriente?

Podemos acaso ensayar un punto de vista diferente. El teólogo alemán Johann Baptist Metz, adalid de la teología política, ha defendido el valor subversivo del relato frente a la razón puramente especulativa. Frente al concepto que disuelve todo en lo general, el relato recuerda los hechos y a quien en ellos han sufrido. El cristianismo, afirma, es una religión de relatos. Sin duda, cualquiera de ellos, aun cuando persista en la memoria, corre el riesgo de ser asimilado, de convertirse en una realidad cotidiana inofensiva. Pero el relato es testarudo y vuelve siempre a recordarnos las promesas no cumplidas y es siempre el testigo de las víctimas que la historia suele olvidar.

Si volvemos ahora a la Navidad ¿qué clase de Navidad es la que echamos de menos? ¿La casera, familiar, llena de buenas intenciones para los cercanos? No hay nada que objetar a los buenos deseos que suele traer consigo ni a las palabras de cercanía o amistad ni a los gestos cariñosos. Pero lo cierto es que ellos hacen poca justicia al relato del nacimiento de Jesús.

Porque en ese nacimiento Jesús comparte el desarraigo, la soledad, el rechazo y el abandono que son patrimonio de tantos seres humanos. Jesús no quiere sin duda amargarnos la fiesta. Sí en cambio viene a decirnos con quiénes debemos celebrarla. "Si sólo hacéis fiesta con los que os aman ¿qué mérito tenéis?".

Aquel acontecimiento de la natividad fue una gran alegría para unos pobres pastores que dormían al raso. Los que hoy duermen al raso escasamente pueden escuchar una buena noticia. ¿Y qué hacer para que sea de otro modo? Parece humano añorar unas Navidades que en algunos de sus gestos podrían llamarse cristianas pero también aquí al que nos pida la capa hay que darle el manto. Que se queden con la franquicia de aquella Navidad. Nosotros procuraremos ser la buena noticia para los que están despiertos, para los que, a pesar de todos las contrariedades, aún no han perdido la esperanza de encontrar un Salvador.

 

Carlos F. Barberá

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