DECONSTRUIR PARA RECONSTITUIR (y 2)
José Ignacio Spuche3.- Deconstruir la Biblia...para escuchar la Palabra.
4.- Deconstruir cristología divinizadora para creer una cristología humanizadora
5.- Deconstruir la resurrección... para creer en el resucitado
6.- Deconstruir la mariología... para descubrir a María
7.- Deconstruir la Iglesia ... para hacer comunidad
8.- Deconstruir los sacramentos... para celebrar la fe
9.- Deconstruir la política actual ... para reconstituir una política distinta
10.- Concluyendo
DECONSTRUIR LA BIBLIA… PARA ESCUCHAR LA PALABRA.
Nuestra fe es algo que nos ha llegado por herencia. Pertenecemos a una comunidad de fe cuyas raíces vivientes remontan al primer siglo de nuestra era. La teología enseña que hay dos fuentes: la Sagrada Escritura y la Tradición. La primera está a nuestro alcance: basta coger una Biblia, pero hay que saber leerla y entenderla. No se puede leer un texto de hace dos mil o más años y entenderlo tal cual desde nuestra mentalidad de siglo XXI. Fue escrita en otro contexto cultural.
Tampoco basta considerar la Biblia como «Palabra del Dios vivo», inspirada «al dictado» por Dios a un escribiente. Esa idea significaría que estamos divinizando palabras humanas. Los textos de la Sagrada Escritura (aunque los llamemos así) no son literalmente palabra de Dios.
La palabra «Revelación» no significa una transmisión directa de Dios. Dios se «revela», pues él se comunica, se da a conocer, no tanto de arriba abajo, desde lo alto, sino desde lo profundo de nosotros mismos hasta acceder a nuestra conciencia. Ninguna palabra humana sobre Dios es sin más «palabra de Dios»; siguen siendo palabras humanas, aunque pueden ser cauce para que nos llegue la palabra de Dios.
La Biblia, además, es muy diversa en sus expresiones. Y algunas nos pueden parecer hoy absurdas y disparatadas. La Biblia ha estado mucho tiempo «secuestrada», inaccesible al pueblo de Dios. Hoy día es más accesible en su traducción a lenguas vernáculas. Pero aun así su lenguaje puede resultar inaccesible para mucha gente. No todos los textos son para leerlos en cualquier momento. Sería mejor editar antologías con textos relativamente accesibles u oportunos.
Los evangelios no son libros de historia que nos cuentan la historia de Jesús. Son «catequesis» o pequeños tratados de teología, o mejor, testimonios de fe de unos creyentes (los evangelistas) para otros creyentes (las comunidades destinatarias).
Desde el primer momento estas comunidades fueron diversas: Jerusalén, Antioquia, Éfeso, Roma… No era lo mismo la mentalidad judía que la helena o romana, pero para todas era el mensaje evangélico de Jesús. «Traducirlo» a la mentalidad de hoy es un reto en la reflexión, en la teología, en la catequesis y la predicación.
Es pues necesaria una «aproximación histórica a Jesús» (expresión y título del libro de Pagola), antes que una lectura literal del Evangelio. Y esta lectura se hace no desde la curiosidad del investigador, sino desde la actitud del creyente que busca el encuentro personal, la adhesión de fe.
Tampoco se puede «utilizar» la Biblia como argumentario para fundamentar las propias posiciones ideológicas, usando la «palabra de Dios» como sacralización de las propias opiniones.
DECONSTRUIR CRISTOLOGIAS DIVINIZADORAS… PARA CREER UNA CRISTOLOGIA HUMANIZADORA
La teología (nuestra palabra sobre Dios) necesita actualizarse para ser comprendida por la mentalidad moderna. No se admite una teología dogmática afirmada rotundamente por el Magisterio eclesiástico como indiscutible. Si Dios es el Transcendente, escapa totalmente a nuestro conocimiento. Lo que pensamos o decimos de Él, ya no es Dios, es representación nuestra sobre Dios, es idea nuestra.
La teología tradicional escolástica, de mentalidad aristotélica de origen, pretende entender «qué es Dios»: ontología del «ser». Pretensión imposible, además de absurda o inútil. Saber de Dios no significa creer en Él ni conocerle. «A Dios nadie le ha visto. Quien ama conoce a Dios»
El acercamiento a Jesús nos enseña no «qué es Dios», sino qué pasa en la vida cuando Dios acontece en ella. Jesús nos revela su experiencia de Dios como Abbá (Papá-Mamá). Desde su experiencia de intimidad y cercanía con Dios, nos anuncia la presencia y cercanía de Dios.
Para Jesús lo sagrado es lo humano, no lo religioso. Jesús tuvo conflicto con la religión porque puso por delante a la persona humana y relativizó leyes, ritos, doctrinas, cultos, templos… y priorizó la salud, la dignidad, la comida, la igualdad, la libertad, la vida.
La dignidad de «lo humano» está antes y es más importante que la santidad y la observancia de «lo religioso». El proyecto de Jesús (laico) es incompatible con el proyecto de la religión. Jesús fue profundamente religioso, pero con una religiosidad alternativa. Jesús rechaza la religión de un Dios excluyente y un Dios violento.
Jesús no se identifica con ninguna religión. Tampoco con el cristianismo. La eclesiología ha querido «controlar» la cristología, hacer un Cristo a su medida, y para ello ha secuestrado al Jesús del Evangelio. Habría de ser al revés: la eclesiología debería dejarse guiar por la cristología de Jesús de Nazaret, por el Evangelio.
El Papa Francisco está dejándose llevar por el Evangelio más que por la eclesiología. Y desde ahí ¡cuánto desearía una Iglesia pobre y de los pobres! Ojalá vaya por ahí la renovación eclesial. Y lo hizo «desde abajo», desde los últimos de los últimos, desde los excluidos, desde las víctimas, desde lo mínimamente humano, que es lo común a todo ser humano: la carnalidad, la alteridad y la libertad. Por eso valoró la salud, la comida, las relaciones paritarias, el respeto, los derechos de las personas, la ética de la bondad, la libertad…, como lo auténticamente humano.
Este recuerdo de Jesús es una memoria peligrosa. Son recuerdos peligrosos, inquietantes, subversivos. No es una cristología tranquilizante, sino una cristología responsable ante el sufrimiento de las víctimas de la historia. Jesús presenta el Reino de Dios como el banquete no de los satisfechos sino de los excluidos, con una comensalía abierta, más allá de la religión: es toda la humanidad la que es invitada a esa felicidad, desde los últimos: «Felices los pobres porque vuestro es el Reino de Dios».
Desde esta perspectiva, revisar el Catecismo de la Iglesia Católica, elaborado como resumen de doctrina dogmática y de normas de Derecho Canónico. Revisar por tanto la catequesis que se transmite si acerca a Jesús o aleja de su enseñanza y ejemplo. No pretender un proselitismo o adoctrinamiento religioso sino la humanización de las personas y del mundo
DESCONSTRUIR LA RESURRECCIÓN»… PARA CREER EN EL RESUCITADO.
La Resurrección de Jesús es uno de los fundamentos de la fe cristiana. «Si Cristo no ha resucitado, somos los más desgraciados de los hombres…». Pero no se puede interpretar la resurrección en el sentido literal de volver a la vida. Una resurrección corporal contradice todas las leyes de un mundo autónomo. Aceptar una resurrección así entendida significa negar simultáneamente la razón. Y esto nos lleva al límite de la esquizofrenia.
En el Nuevo Testamento hay otras expresiones que vienen a significar lo mismo que la resurrección, y también hay que revisarlas. La imagen «subir a los cielos» es sólo una expresión simbólica de lo que le sucedió a Jesús al morir: que él «se fue al Padre». Lo mismo vale también para la ascensión de Jesús. Porque está claro que no subió a los cielos, ni el primer día de Pascua, ni cuarenta días después. No son expresiones que indiquen acontecimientos ni hechos históricos, sino que son simbolismos.
También el fenómeno de las apariciones ha de ser revisado. El fenómeno en sí, psicológicamente, puede ser una proyección: hay algo que se experimenta internamente con tanta intensidad, que uno cree verlo fuera de sí. Así se han analizado fenómenos recientes de apariciones marianas.
Pudo ser también la experiencia de los discípulos. Esta experiencia los hizo conscientes de que la muerte de Jesús no marcaba el final de su expectativa mesiánica. Era una experiencia interior tan intensa de la plenitud de vida de Jesús que se llegaba a proyectar hacia fuera. Eran testigos de que vivía porque lo habían «visto». Pablo dice que Jesús «se ha dejado ver», «fue visto». Experiencias cargadas de simbolismo, como los discípulos de Emaús.
Interpretar desde el modo de pensar griego un mensaje inspirado en la cultura judía, es algo que necesariamente terminará en el caos. La Biblia trata a Jesús como un todo. Es él el que muere, y de quien sus seguidores tienen la experiencia de que es el viviente. Eso es todo. Por ello, la experiencia de que Jesús vive debe ser el punto de partida de un ensayo que exprese en un lenguaje autónomo lo que en el lenguaje del mito se ha llamado resurrección.
El tema de la resurrección afecta también al tema de la muerte y al misterio de qué hay más allá o después de la muerte, si hay «otra vida» o «la vida eterna» y qué se entiende con ello, la conocida en la doctrina cristiana como doctrina sobre los «novísimos», y el tema de la inmortalidad, tan común a muchas religiones.
Creer en la vida eterna es lo mismo que creer en Dios, con otra formulación. Creer en Dios es lo mismo que hacerse uno con el misterio original, unirse mediante el amor con el milagro original, y por tanto, a la plenitud a la que pueda llegar en nosotros el amor.
En una manera teónoma de pensar no es sólo el infierno el que debe desaparecer, sino también el purgatorio con sus espurias derivaciones, pues cuando se habla de Dios, la palabra castigo carece absolutamente de sentido, pues el amor expulsa el temor al castigo.
Repensar la Resurrección de Jesús es afirmar rotundamente que Jesús vive. Lo delicado es explicar el «cómo». Que Jesús vive, que es el Viviente, que está presente hoy en quienes creen en Él (donde dos o tres se reúnen en mi nombre), pero también que está en quienes sufren, en las personas excluidas, oprimidas, con quienes Él se identifica («lo que hagáis a estos, los pequeños, a mí me lo hacéis»).
Pero también que está presente en su Causa, que la Causa de Jesús («lo de Jesús») sigue viva, avalada por Dios: la Resurrección significa que lo que parecía un fracaso Dios lo ha refrendado como la plenitud de lo que Jesús vivió y proclamó: el Reino de Dios ya está aquí. Más allá de la mera subjetividad personal, es el Espíritu de Jesús el que sigue animando su Causa…
DESCONSTRUIR LA MARIOLOGÍA… PARA DESCUBRIR A MARÍA.
La cristiandad, desde la Edad Media, ha manifestado una veneración casi idolátrica a la madre de Jesús. Sobre todo la Iglesia Católica, no tanto las Iglesias de la Reforma. La religiosidad popular con sus santuarios, peregrinaciones, imágenes milagrosas, procesiones, hermandades, escapularios, rosarios, medallas… ha cultivado un culto a María en ocasiones tan exagerado que para algunas personas «su Virgen» era lo más grande y sagrado, rayando a veces el fanatismo.
Las imágenes sobrecargadas de joyas resultan un escándalo ante la pobreza de la gente. ¿Cómo se podría reconocer en ellas María de Nazaret? Sociológicamente, religiosamente y políticamente algunos santuarios marianos han sido referencia de lo más conservador (Lourdes, Fátima, El Pilar, Czestochowa, etc.)
Teológicamente, hay sobre todo, cuatro «credos» eclesiásticos sobre María, que chocan con la mentalidad moderna y abierta:
El título de «Madre de Dios», otorgado a María desde Éfeso (año 431).
La concepción virginal de Jesús, y la extensión que hace la Iglesia a la virginidad «en el parto y después del parto».
La Inmaculada Concepción.
La Asunción «en cuerpo y alma a los cielos».
Estos cuatro «credos» no están en el centro de la buena nueva. Se puede ser un excelente cristiano sin ser un devoto de María. No encontramos que las palabras de Jesús llamen a venerar a su madre. «Más bienaventurados son aquellos que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica».
La veneración de María no debe cruzar nunca las fronteras de una hiperdulía aprobada por la jerarquía eclesiástica, como veneración mayor que a otros santos.
Pero a María se le ha vivido como el complemento femenino del Dios-Padre, a quien se le siente masculino, estricto y generador de angustia. La feminidad sublimada que se encontró en la «Virgen María» vino a colmar el objeto femenino al que venerar desde una iglesia regida por hombres célibes.
La acentuación de la virginidad en la figura de la «Santísima Virgen» no tiene más fundamento bíblico y más bien refleja el miedo y recelo eclesiásticos frente a la sexualidad. Eso es todo lo contrario de una alabanza al amor matrimonial y a la maternidad.
Los relatos bíblicos de la infancia de Jesús son de lo más mitológicos. Y cuanta más mitología hay, menos confiabilidad histórica podemos tener. No es posible ni correcto utilizar los dos evangelios de la infancia como fuentes históricas.
El dogma de la «inmaculada concepción» fue promulgado en 1854 por el ultraconservador Papa Pío IX (de quien es la frase: «la tradición soy yo»), proclamando que María en su concepción estuvo exenta del pecado original, doctrina que no tiene asidero en una mentalidad moderna.
Otro tanto y más cabe sobre el dogma de la Asunción, fruto de una leyenda del siglo IV, sin más fundamento bíblico, pues si poco hay de la vida de María, nada hay de su muerte. Su carácter heterónomo señalando un cielo allá arriba al que María es llevada en cuerpo y alma (por ángeles?) le lleva al descrédito en una mentalidad moderna.
La mujer moderna, de hoy, rechaza esta imagen ideal de «Esclava del Señor», que se pone al servicio del clero y que, según el deseo del apóstol Pablo, se calla en la iglesia. La María del Magníficat no es precisamente la mujer sumisa al hombre. Ni fue lo que Jesús esperó nunca de su madre.
DECONSTRUIR LOS SACRAMENTOS… PARA CELEBRAR LA FE.
El ser humano necesita ritos. En toda religión hay rituales. Pero no tiene sentido que se entienda que tienen una eficacia mágica, sólo con tal de que se apliquen las fórmulas correctas («ex opere operato»), sin implicación personal en lo que significa el rito. En la Iglesia católica se han establecido siete sacramentos, supuestamente instituidos por Jesús... Pero la Iglesia los ha ido descubriendo desde abajo, a menudo tras largos períodos de búsqueda y ensayo, y por tanto ni deben seguir siendo eternamente lo que son, ni los que son.
EL BAUTISMO significa un nuevo nacimiento de la persona que es bautizada, transformación interior realizada gracias a la fuerza expresiva de los signos que se practican. Hacerse bautizar significa acoger la invitación a hacerse uno con Jesús de Nazaret y así se es llamado y acogido en la comunidad de creyentes en Jesús. Es lo que hace en nombre de la comunidad el presidente que bautiza.
Esta nueva manera de vivir incluye una vinculación consciente con la comunidad eclesial que a uno lo acoge, porque es en ella donde encuentra uno a Jesús, y mediante él al Padre.
Con ese planteamiento hay que dejar de lado el bautismo de los niños. Y no tiene sentido el registro del nuevo miembro y futuro contribuyente de la Iglesia, cuando la mayoría se transforma en un cadáver de fichero.
LA CONFIRMACIÓN originariamente se consideraba un solo sacramento de iniciación, con el signo de la imposición de manos y la unción.
LA UNCIÓN DE LOS ENFERMOS debe su origen a un principio de salud muy sano de tiempos remotos: que el aceite de oliva es bueno para todo. La imposición de manos es más importante que el rito de la unción. El tacto de las manos llenas de amor, aún con poco o nada de óleo, puede llevar al enfermo a tener experiencia de la entrada salvadora de Jesús. En este caso es secundario si esta salvación significa salud corporal o vivificación interior.
LA ORDENACIÓN SACERDOTAL. El concepto latino de «ordo» significaba un grupo social bien determinado, casi como las castas de la India. La «ordinatio» significaba la acogida en ese grupo y no tenía el recargo sacral de nuestro concepto de consagración. Sólo a partir del siglo V la ordenación se convirtió en consagración, recibiendo el poder milagroso de transformar de manera invisible el pan y el vino en el cuerpo y la sangre del Señor Jesucristo glorificado.
Una comunidad cristiana viviente produce, como cualquier otro organismo, los órganos que necesita para funcionar bien, y entre ellos el rol particular de presidente. Es bueno que la Iglesia desarrolle un rito para la instalación de tal presidente de la comunidad, y aquí nuevamente es apropiada la imposición de manos, sea por toda la comunidad o por su representante.
En un clima teónomo es mejor no seguir hablando de sacerdote y consagración: estas palabras tienen un sonido demasiado heterónomo... Además evocan la imagen de una Iglesia de dos estratos o estados, algo poco adecuado en una comunidad de Jesús. Más aún cuando un estamento excluye a las mujeres.
Las comunidades cristianas necesitan presidentes no tanto consagrados, cuanto inspirados y creyentes –sean éstos hombres o mujeres- que se sientan llamados a mantener viva la fe en Dios y en Jesucristo. Que esas personas sean célibes o casadas, hombres o mujeres es secundario. Más importante es que las propias comunidades puedan elegir a quienes les han de servir; desde las pequeñas comunidades, y pasando por las parroquias, los obispos y el Papa. «Quien ha de servir a la comunidad, que sea la comunidad quien le elige»
EL MATRIMONIO. Hasta el siglo XI el matrimonio fue siempre esencialmente un acontecimiento social coronado por una bendición sacerdotal. Pero esa bendición fue ganando terreno hasta constituirse en bendición necesaria sin la cual era imposible hablar de matrimonio válido, sino sólo de concubinato.
Así llegó a ser considerado sacramento. Pero no se puede hablar de una institución del matrimonio por Cristo, porque la gente se viene casando desde que hay memoria humana. Y menos aún, imponer la indisolubilidad absoluta como marca de matrimonio cristiano. Como consecuencia, la iglesia no acepta el divorcio, sólo en algunos casos la declaración de nulidad… Y tampoco reconoce al matrimonio civil incluso entre bautizados. Y encima, una jerarquía celibataria establece la moral sexual que han de practicar los casados…
El matrimonio es una realidad social, y es el consenso social, y no un dicho eclesiástico, el que decide si algo es o no un matrimonio. El matrimonio no lo define un rito sino una realidad existencial, un vínculo existencial, de amor, de unión y fidelidad. Sólo el amor merece este nombre. Sin el amor no hay vínculo matrimonial.
Es bueno el ideal del matrimonio para siempre. Pero la realidad humana ha de saber afrontar también el fracaso, el cambio, la evolución. «Castigar» a las personas divorciadas con el alejamiento de los sacramentos no tiene sentido desde la misericordia y el evangelio de Jesús. Nadie merecemos acercarnos a la Eucaristía («Señor, yo no soy digno…»); no es cuestión de méritos, sino de necesidad de fe. La apertura del Papa Francisco en este tema es esperanzadora.
Pero aún está por superar la cerrazón de la jerarquía al matrimonio homosexual, y a bendecirlo como sacramento. Pero, aparte de la postura de la jerarquía, se pueden dar pasos y se dan de acogimiento a las personas y parejas homosexuales en las comunidades cristianas, y de celebración de su matrimonio civil.
LA CONFESIÓN. La práctica de la confesión, tan recomendada en otro tiempo como frecuente, ha caído en desuso en gran parte de la población bautizada, aunque se conserva y recomienda en los movimientos más tradicionalistas. Los confesionarios han quedado en muchas iglesias como un mueble casi de arqueología.
La confesión ha estado asociada a palabras que a la gente de hoy le suenan extrañas, asociadas a un concepto de pecado culpabilizador y angustiante: culpa, castigo, expiación, arrepentimiento, contrición, remisión de culpa, propósito de enmienda, unido a las ideas de penitencia, mortificación, purgatorio, indulgencia, infierno, condena eterna… Imágenes asociadas a un Dios ofendido y castigador, lejos del Dios Padre amoroso y misericordioso que nos presenta Jesús.
Mejor que sacramento de la confesión o de la penitencia sería llamarlo «de la conversión» o «de la renovación», o «de la reconciliación», pero más entendido como una fiesta comunitaria de celebrar y compartir el perdón que Dios siempre nos da, y que se expresa en la acogida fraterna comunitaria, más que en la confesión individual y la «mediación» del sacerdote entre Dios y el penitente.
DESCONSTRUIR LA MISA… PARA CELEBRAR LA EUCARISTÍA
La Eucaristía es el sacramento que más frecuentemente acompaña al creyente a lo largo de su vida. Pero el rito llamado «Misa» está cargado de connotaciones que hay que superar. Sobre todo el concepto de «sacrificio» de la Santa Misa», y más como sacrificio expiatorio: es un disparate teológico por lo que da a entender: que Dios necesita «sacrificar» a su Hijo para redimirnos o salvarnos.
De algún modo se asocia a los sacrificios rituales paganos en que una «víctima» (cordero, novillo…) es ofrecida a Dios para aplacar su ira o ganar su favor. La fe moderna no da lugar a un culto sacrificial. Ni la imagen que Jesús tenía y nos transmitió de Dios como Padre bondadoso, misericordioso y todo amor, encaja para nada con un Dios capaz de aceptar esos sacrificios humanos.
Interpretar la Misa asociada al «sacrificio de la cruz», o la muerte de Jesús en la cruz como sacrificio de expiación, y peor aún si se presenta a la sangre de Jesús como dinero del rescate, es decir como precio de una compra (redención), es lenguaje teológico del pasado.
El concepto de «transubstanciación» supone que la naturaleza física de las cosas cambia, aunque de manera invisible, cuando se pronuncia una fórmula, llamada «consagración», como palabras mágicas que producen el milagro.
Y no basta «ir a misa», «oír misa» «asistir a misa». No es sólo el sacerdote quien celebra, sino toda la comunidad.
La Misa no es un mandamiento que cumplir, una obligación, en el sentido de asistir cada domingo. Y «ya has cumplido». La Eucaristía es más bien el memorial de la cena del Señor. Hay muchas maneras de recordar a Jesús y hacerlo presente y de dejarse mover así por la fuerza que viene de su amor a Dios y a la humanidad.
Este memorial vuelve a hacerlo presente y creativamente eficaz en la vida de aquellas personas creyentes en quienes esta memoria se despierta. Es en la comunidad cristiana donde Jesús se hace presente y transmite su espíritu y su fuerza. No de forma «substancial» sino simbólica. La presencia simbólica debe ser también reconocida.
Los signos del pan y el vino son símbolos de la vida, de la suya y de la nuestra. «Esto es mi cuerpo» es como decir: «este pan soy yo», «Éste es el cáliz de la nueva Alianza en mi sangre» (es decir, sellada con mi sangre).
En la celebración eucarística se conmemora lo que Jesús dijo e hizo en aquella cena, en la que resumió su vida, repartiéndose como pan. En el pan que parte para sus discípulos se ve a sí mismo; es el signo del encuentro, de la donación; es la comunicación que Jesús hace de sí mismo.
La comunidad lo celebra como una comunión con él, y en su memorial revive su entrega y su amor. La comunidad ha de hacer como Jesús: darse, compartir, dar su vida por los demás,» lavar los pies», servir…
DESCONSTRUIR LA POLÍTICA ACTUAL… PARA RECONSTRUIR UNA POLÍTICA DISTINTA.
Nos hemos centrado sólo en lo religioso. Pero no podemos olvidar, aunque no podamos ahora entrar al tema, que hay realidades que nos afectan mucho, a nuestra vida y también a nuestra fe; y que también están por deconstruir y reconstruir.
Deconstruir la crisis, desenmascarándola como estafa, pues ha servido para que los más ricos se enriquezcan más a costa de empobrecer a la inmensa mayoría. El dinero público dado a los bancos que no se recupera, los bancos contentos porque «llueve dinero», y las grandes empresas y los bancos aumentando beneficios, mientras miles de familias quedan desahuciadas de sus casas, violando el derecho constitucional a una vivienda digna; millones de parados y trabajos precarizados; miles de jóvenes emigrando y miles de emigrantes excluidos del sistema sanitario; los recortes sociales en sanidad, educación, servicios sociales, dependencia…Todo ha sido y está siendo un desmantelamiento del llamado estado del bienestar, siguiendo los intereses de un neoliberalismo salvaje de los poderes económicos que controlan el poder político.
La precarización es un constructo social que hay que deconstruir, es decir, deconstruir el imaginario social dominante de la precariedad como algo necesario, fatal, que hay que asumir y aceptar. Hace falta analizar con lucidez para desenmascarar los engaños en que nos meten, y poder rebelarnos y plantear alternativas.
Hay que deconstruir la economía capitalista como un sistema inhumano e inviable, insostenible ecológicamente y socialmente, y radicalmente injusto y absurdo. La creciente concentración de la riqueza en un mínimo porcentaje de población y la pauperización de la inmensa mayoría de la población es insostenible.
Hay que deconstruir la política actual como gestora del capitalismo no para el bien común de la población sino sólo de unos pocos, el capital financiero y especulativo. Se ha deteriorado la democracia tanto que requiere una deconstrucción, o un proceso «destituyente» para poder hacer un nuevo proceso «constituyente» de un nuevo orden y pacto social.
Deconstruir el actual orden mundial y la globalización, sometidas a la globalización de las finanzas especulativas y desacreditando los organismos mundiales que nacieron con otro objetivo. ONU, Fao, Banco Mundial, FMI, la Corte Penal Internacional…
Es necesario deconstruir el actual sistema de valores que quiere imponer un modelo de ser humano individualista, competitivo, materialista… Es necesario cuestionar el modelo que se quiere de familia, de estilo de vida, de consumo; y el modelo educativo que se impone desde el poder. La educación es fundamental para transformar la sociedad…
Otro mundo es posible y necesario. Pero ese «otro» ha de ser éste transformado. Es necesario deconstruir este mundo tal como está para poder reconstruir «otro».
CONCLUYENDO.
Todo esto son sólo unos rápidos apuntes. Pero hay mucho, o casi todo, por hacer. Cuestionar lo establecido es un primer paso para cambiarlo.
Deconstruir no es destruir sin más. No podemos hacer tabla rasa y partir de cero; no es arrasar con todo. Pero sí que todo es revisable. Y a la vez que se revisa se reinventa.
«Otro mundo es posible». Es utópico, pero es posible y necesario. El de una comunidad humana coherente, el de la gran familia humana en la casa común del planeta que habitamos.
Y para las personas y comunidades que se dicen seguidoras de Jesús de Nazaret, la utopía de una comunidad de ciudadanos y ciudadanas creyentes, una comunidad igualitaria, libre y liberadora, compasiva, alegre, feliz y servicial. Como Jesús.
Elaborado para Tiempo de Hablar por el «Equipo» de Valencia: José Ignacio Spuche, Ovidio Fuentes, Faustino Pérez, Deme Orte.