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Libro de la biblia

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OTRA NAVIDAD

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Por primera vez se ha hecho presente el frio en este invierno, como si el sol supiera que las dificultades en las que vivimos nos hacen sentir la necesidad de su calor y que su luz nos deje ver todo de forma diáfana.

Esta mañana ya muy pronto la luna dibujaba su silueta menguante en un cielo limpio y despejado ¡Cuarto menguante! Como el cuadro que me pintó mi hija y que tengo en mi habitación; lo primero que veo cuando me levanto.

He meditado muchos estos días con esa luna menguando, esa fase en la que todo se va ocultando, como el otoño, como la misma vida. Como mi tía, mi segunda madre, la madre que no es biológica pero que ya estaba en la casa antes de que naciéramos todos. Vino a la boda de su hermana y nunca se fue porque siempre la necesitaron para dar una mano.

Mi tía Felisa, una mujer castellana que nació en un cuatro de diciembre de un invierno muy crudo, en un pueblo mísero y en una familia muy pobre. La segunda de muchos hermanos que desde pequeña tuvo que hacer trabajos varoniles para ayudar al padre porque no había chicos en edad de hacerlo.

Con muy pocos años estaba sirviendo fuera de casa en Madrid y desde entonces ha vivido entregada a todos los servicios, al cuidado desmedido. Austera, dura, fuerte, inquebrantable. Inventora de mil platos nuevos con las mismas patatas, con lo mínimo administraba milagros en una familia de trece donde sólo uno (papá) traía ingresos para mantenernos. Mientras mamá criaba al último bebe llegado, la tía mantenía al resto en mil labores que acababan más tarde que el día y empezaban antes que él.

Hace unas semanas la tumbó una infección y no puede salirse del hoyo donde ésta la ha tirado; esa mujer fuerte y resuelta es ahora un cuerpecillo pobre, desvalido, incapaz de nada, necesitada de todo. Nos turnamos las tres hermanas para cuidar de ella en las noches, para que mamá pueda aguantar el resto del día.

¡Cuántos regalos nos dan estos días cansados! De tantas cosas importantes, hay un momento especial que el amor se cuida de que no sea humillante sino sacramental: limpiar su cuerpo con cuidado, hidratarla y masajearla con cremas, perfumarla, ponerle el camisón limpio, peinarla despacio y recoger sin que lo vea el pelo que se le cae.

¡Cuánto cariño pueden dar unas manos que acarician! Pienso en Jesús lavando los pies en la cena de despedida. Este es el mismo ritual, un ritual de despedida lleno de amor y delicadeza, como si las manos fueran palabras que acariciaran el alma y pudieran llenarla de promesas imposibles de esperanza que se escapa.

Como la luna cuando se despide a nuestra vista, como las hojas de los árboles que caen dulcemente alfombrando aceras. Como la lluvia copiosa en las tardes de invierno, como el mar cuando se retira de la playa: todo es bello y todo está bien.

Sin embargo siento tristeza, no sé estar alegre y hago esfuerzos para disimular lo que siento cuando ella llora sabiéndose tan poco. Me contagia ese dolor que tenemos al despedirnos, al ver esconderse la luna o la vida.

Esta mañana he salido muy pronto de la casa de mis padres hacia mi trabajo. Como todas las noches he dormido muy poco y muy mal, despertando sobresaltada por cualquier ruido temiendo haberme dormido y que se me levantara, espiando el ritmo de sus respiraciones. El frio en la cara, el cielo tan nítido, la luna en lo alto y solo unos días para navidad. ¡Dios mío, la navidad!

En la primera hora de guardia en mi trabajo he empezado a leer un librito que presentan mañana, es de un amigo que hace mucho que trabaja en prisión: "Lo que esconde una semilla. Ante el dolor de los presos".

He ido devorando las páginas hasta acabarlo. Historias, retazos del patio de prisión, de conversaciones, de confesiones y heridas, de vidas rotas por el dolor, de pozos inaccesibles de desesperanza, de Dios habitándolo todo callado como siempre. También de Navidad, de Dios hecho hombre en un lugar para animales, un lugar profano. De muerte y vida, de mucho dolor, y de silencios. De horas de patio, de acompañamiento, de sentir el dolor, de escuchar torpemente.

Estar, sólo este verbo. Saber estar a cada momento, y si no sabemos, volver a empezar para intentar aprender. Leía esas historias para mí tan conocidas, entendía bien sus palabras que me devolvían mil historias vividas entre los internos.

Decía mi amigo Lorenzo que la cárcel puede ser para un creyente un lugar para la mística como también lo es de injusticia social. Sí, un lugar para la mística, porque donde terminan todas las razones y solo está el sinsentido y la pobreza, ahí está Dios. Cuando ya no nos queda esperanza y chocamos con todos los límites ahí, en nuestras miserias, en el barro quebrado en el que nos reconocemos, Dios habla. Quizás solo lo oigan algunos pastores como aquella otra noche que nos cuenta Mateo.

Yo quisiera evitar el dolor de mi tía, el dolor inútil, la desesperanza, la injusticia de un sistema que crea pozos hondos para ocultar sus miserias y los caminos sin salida para los que castiga. Quisiera parar la luna para que no se oculte, que nunca se fueran nuestras golondrinas...

Pero hay un ritmo, un sentido en todo, incluso en el sinsentido. Hay Vida en nuestras pobres vidas, en las vidas rotas de tantas prisiones, en nuestros dolores, en nuestros propios límites. Me pregunto si no es eso la Navidad.

Muchos no están alegres estos días, ni esperan, ni tienen. Muchos tienen sitios vacíos en sus mesas puestas, otros no pueden poner mesa ni casa siquiera. Y las rejas... ¡tantas rejas!

Todos los años celebramos Navidad queriendo inventar la alegría. Hoy me pregunto por qué no dejamos la navidad y celebramos las bienaventuranzas. Deberíamos recuperar uno de los 365 días del año para celebrar la misericordia absoluta sin condiciones ni matices, el consuelo más dulce, la compañía inquebrantable, la elección de los últimos, de los malos, de los torpes, de los pobres porque así es nuestro Dios. El que enjuga nuestras lágrimas, abre sus oídos a nuestros dolores, toma en sus brazos nuestra pequeñez y no pide cuentas de nada.

Ese día no podrían robárnoslo las grandes superficies, ni siquiera los oficios religiosos. Sería como la salida del sol, como los gorriones que revolotean al atardecer, como la luna ocultándose, como el misterio de la vida que nace o muere, como el milagro de no desesperar entre rejas, pero ¿no es precisamente eso la Navidad?

 

Matilde Gastalver

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