LA IGLESIA QUE NO SIRVE A LOS POBRES, NO SIRVE
Marco Antonio Velásquez UribeYa no se habla del pecado social en la Iglesia. Es como si en medio del arrollador cambio cultural, éste hubiera quedado extinto. Sin embargo, cabe recordar que el mejor signo de eficacia del mal se manifiesta en el olvido de su existencia, de manera que al quedar fuera del ámbito de la conciencia, ésta queda inhibida para operar como eje rector de la conducta humana.
En la cultura del individualismo van quedando obsoletas virtudes como la solidaridad, la capacidad de diálogo y la comunión (entendida en su comprensión más genuina del co y del munus, que expresa la "tarea común"). Ello afecta el núcleo de la vida cristiana, porque el cristianismo es esencialmente de naturaleza social. Consecuente con ello, en la Iglesia se ha perdido progresivamente la noción de ser Pueblo de Dios.
Se trata de una pérdida que tiene causas culturales, como la influencia del individualismo, y causas eclesiales. Entre esta última destaca la involución del Concilio Vaticano II. En efecto, el Sínodo de los Obispos de 1985, convocado por el papa Juan Pablo II, intentó corregir supuestas desviaciones atribuidas injustamente al Concilio. En ello primó el miedo de la Iglesia a los procesos sociales que hacían de la maduración de la vocación cristiana, una toma de conciencia progresiva hasta la necesidad de asumir el compromiso social y político. Era la consecuencia natural de buscar la coherencia cristiana en la vida, a través del Ver – Juzgar – Actuar.
El cardenal Ratzinger tuvo un protagonismo fundamental en el objetivo de desarticular los peligros de la acentuación sociológica que había adquirido la noción de pueblo, que impregnaba la vida de la Iglesia. Así, el Sínodo condujo a un cambio paradigmático que llevó a despojar al Concilio de la noción de Pueblo de Dios, proponiendo la autocomprensión de la Iglesia como "casa y escuela de comunión". Una comunión entendida como una estructura jerarquizada en función de ministerios y servicios. Con ello, se eliminó todo vestigio de la noción de Pueblo de Dios y se restituyó el principio jerárquico de la Iglesia, cuya supresión había sido un gran avance del Concilio.
Los efectos de este proceso de pérdida de la noción fundamental de Pueblo de Dios han sido devastadores para la Iglesia. Una de las consecuencias ha sido la "privatización de la fe". En efecto, ser pueblo implica un destino común, a cuyo fin se ordenan todas las dimensiones de la vida cristiana. Ser pueblo, junto con dar identidad, supone una tarea común (comunión). En esa dimensión la vida cristiana vuelve a su cauce histórico, remitiendo a la historia de la salvación. Saberse pueblo escogido tiene consecuencias, implica peregrinar, en cuyo devenir el pueblo escogido une su destino con el de otros pueblos, con los cuales establece vínculos de colaboración y de reciprocidad.
Sin embargo, ¿Cuántas veces se ha visto a la Iglesia asumiendo relaciones de rivalidad y desconfianza con los otros pueblos con los que está llamada a caminar en la historia?
Al perder la identidad de pueblo la Iglesia pierde el rumbo, porque los hijos e hijas de Dios pierden los vínculos constitutivos de su ser comunitario. Así también, un pueblo que pierde su identidad queda a merced de los intereses de otros pueblos, asimilando valores y costumbres ajenas. ¿No es esto lo que ha ocurrido a multitud de cristianos?
Los análisis eclesiales ven en el mundo la causa de los dolores de la Iglesia, reflejados en increencia, agnosticismo o indiferencia religiosa; un fenómeno que el papa Benedicto XVI sintetizó como "dictadura del relativismo". Sin embargo, todo parece indicar que la causa más profunda radica en la propia Iglesia, que al desarraigar a sus hijos e hijas de su identidad profunda de ser Pueblo de Dios, les arrebató el sentido de la utopía cristiana, perdiendo la fuerza de la cohesión que los mantenía unidos tras la búsqueda de sus grandes anhelos de justicia, de paz y de amor.
En las últimas décadas, han proliferado movimientos espiritualistas al amparo de una suerte de teología de la individualidad, de la prosperidad y de la abundancia. Hay nociones cristianas con las que justifican el pecado social de la acumulación y el instinto elemental del tener y del poseer. Se utiliza la idea que la abundancia es signo de bendición divina que premia al justo, al bueno, al esforzado y al generoso. Hay en esto una herejía porque con esa lógica se concluye que la pobreza es signo de maldición y de castigo para el pobre.
Esta teología ha prosperado con el apogeo del capitalismo. Prueba de ello es que mucha riqueza económica se ha concentrado en familias e instituciones católicas. Paralelamente, la sociedad del bienestar, que impregna toda la cultura, se ha convertido en la tentación irresistible que cataliza el instinto de acumulación. En una dinámica donde se mezclan instintos y tentaciones, la codicia ha corroído la espiritualidad cristiana hasta la contradicción.
La santificación ha sido excusa para sacralizar algunas piezas fundamentales del andamiaje de la acumulación. Entonces, el trabajo, las relaciones sociales, la perfección cristiana y hasta la alegría impuesta se han elevado a la categoría de carismas para justificar la edificación mística que sostiene a esta nueva Babel. En la práctica, el Dios verdadero ha sido suplantado por el dios del ego, del dinero y del poder.
Si el abandono de la fe en el presente es un signo de los tiempos, su causa más masiva es el abandono que los pobres han hecho de la Iglesia. Ello porque descubrieron que su pobreza no es causa del infortunio de la vida, sino consecuencia de la acumulación de sus hermanos católicos, que son sus patrones, sus acreedores, sus jefes, sus señores. Descubrieron que el dios de los ricos no es el Dios de los pobres. Si además, han visto que los ministros de la Iglesia adquieren privilegios, viven sin los sobresaltos económicos que ellos experimentan a diario, privilegian la consideración de sus amos y patrones, y no exponen su integridad para defenderlos en sus luchas, entonces descubren que el dios de los ministros tampoco es el Dios de los pobres. Con sentimientos de traición, los pobres se alejan de la Iglesia.
La coherencia de la Iglesia se juega en el servicio a los pobres, pero no para hacerlos objeto permanente del asistencialismo cristiano, sino para atender el grito de justicia que claman sus condiciones de vida. Una Iglesia que no sirve a los pobres, no tiene razón de ser, porque contradice la esencia del Evangelio. Éste es el pecado social que ha venido a recordar insistentemente el papa Francisco, que al iniciar su ministerio petrino reclamó: "¡Cuánto anhelo una Iglesia pobre para los pobres!". Un clamor que sigue sin respuesta. Un clamor que exige la conversión pastoral de la Iglesia, y que actualiza ese grito de Isaías que introduce a la Iglesia en el Segundo Domingo de Adviento: "Consuelen, consuelen a mi pueblo, dice nuestro Dios..." (Is 40, 1-5, 9-11).
Marco A. Velásquez Uribe