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COMPARTIR LOS TALENTOS RECIBIDOS

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Mt 25, 14-30

La parábola en sí misma es típica de Jesús: una escena verosímil, un propietario que encomienda su hacienda a sus siervos durante su ausencia; la rendición de cuentas, y una conclusión por una parte lógica y por otra sorprendente.

Pero es sin duda una de las grandes parábolas, tan conocida por el pueblo cristiano que hasta ha introducido en el lenguaje la palabra "talento", como sinónima de "capacidad, inteligencia". Desde aquí, "rendir cuentas de los talentos recibidos" es una de las líneas morales más típicas del cristiano.

"Rendir cuentas al Amo". Es la forma antigua de representar que el ser humano es responsable. Responsable ante Dios. "El Amo"; todo es de Dios, yo soy un puro don de Dios, y lo que tengo es don también. Soy responsable ante Dios de lo que soy y de lo que tengo.

Este planteamiento de Jesús tiene raíces y consecuencias no muy aprovechadas por la teología y la espiritualidad. Representa ni más ni menos que una de las más profundas revoluciones de Jesús, que, como tantas veces, suele ser ignorada por nuestra tendencia a domesticar la Buena Noticia.

No pocas veces, diríamos que habitualmente, nuestra relación con Dios suele ser definida desde los parámetros de culpas y méritos, que acarrean castigos o premios. Desde este punto de vista, el pecado es culpa y el pecador culpable: la virtud es mérito y el virtuoso se considera santo.

Pero Jesús no piensa así: no habla de culpas y méritos sino de enfermedades y talentos. El pecador no es culpable sino enfermo; el virtuoso no tiene méritos sino que ha recibido talentos. Esto significa que el pecador no es malvado sino necesitado, y el santo no está lleno de méritos sino que es el más obligado, porque ha recibido más.

Así, los publicanos, las pecadoras públicas, la impura gente normal, asedia a Jesús porque, por primera vez, ven en él una esperanza. Jesús les desculpabiliza y les ofrece curación. De manera inversa, los santos fariseos se apartan de Jesús porque les niega todo mérito y les echa en cara que se quedan para sí lo que les ha sido dado para otros.

Jesús libera del pecado: y no, como se ha desarrollado tanto y tan mal, por una cuestión jurídica, como si hubiera pagado lo que nosotros no podemos pagar a un Juez que lleva cuentas implacables, sino porque nos declara inocentes.

Se ha aprovechado poco la imagen de Jesús liberador de endemoniados, pero es el mensaje más importante de las curaciones que narran –tan abundantemente- los evangelios. Nuestros pecados son nuestros demonios, eso que llevamos dentro, que no somos nosotros mismos sino nuestros opresores interiores, aquello que nos quita la libertad y nos hace comportarnos de forma inhumana.

El pecado-culpa nos hace temerosos ante Dios. El pecado-enfermedad nos hace deseosos del médico. El pecado-demonio nos hace suspirar por la liberación.

Inversamente, la virtud-mérito nos lleva a considerarnos mejores que otros y seguros ante Dios. Es la esencia del fariseo. Esto nos lleva a complementar esta parábola con la del fariseo y el publicano, tan íntimamente relacionada.

El error fundamental del fariseo, el que provoca el rechazo de Dios, es no entender sus cualidades y virtudes como talentos recibidos de Dios. Se limita a dar gracias y está satisfecho de "no ser como los demás hombres". Siente agradecimiento, más bien satisfacción, pero no se pregunta por qué ni para qué ha recibido esos dones de Dios.

Y es la pregunta que nos afecta directamente a muchos de nosotros que, como el fariseo, podríamos decir "no soy como los demás, conozco a Jesús, cumplo su Ley, he recibido la Palabra...te doy gracias, Señor".

La simpatía de Jesús por el publicano radica en que está atrapado por sus demonios. No tiene salida, no puede hacer otra cosa que suspirar ante Dios, anhelar una liberación que es humanamente imposible. Por eso el publicano de la parábola hace lo que debe, lo único que puede hacer, y por eso su oración es bien recibida.

Por eso hace una gran fiesta Leví al ser elegido, de manera inconcebible, por el Maestro. Reivindicado ante todos, desatado de sus cadenas, liberado de sus demonios por la sorprendente oferta de Jesús.

Pero la pregunta fundamental sigue aún en pie: todos los talentos que el fariseo ha recibido, ¿por qué y para qué los ha recibido? ¿Cómo los hará rendir para cuando vuelva el amo? La respuesta no está en esta parábola, sino en la del Buen Samaritano y en la del Juicio final (que leeremos el próximo domingo).

El corazón de la Ley es que los dos Mandamientos "Amarás a Dios" y "Amarás a tu prójimo" son un sólo mandamiento. Esto fue el genio de Jesús. Los dos mandamientos existían: juntarlos en uno solo es la muestra perfecta de la Encarnación. Amar a Dios es amar al prójimo, que se expresa en la frase perfecta, la síntesis definitiva de la "moral" de Jesús: "A mí me lo hicisteis".

Partiendo de aquí, nuestro agradecimiento a Dios por los talentos recibidos se convierte en necesidad de servir a los hermanos. Yo no puedo hacer nada por Dios, nada necesita de mí el Señor. Pero sus hijos sí que necesitan. Dios "no está", es como el amo que se ha ido a lejanas tierras, pero sus hijos sí están. Dios no tiene necesidades, pero sus hijos sí las tienen. Sus hijos no tienen "talentos", pero yo, su hermano, sí.

Y empezamos a entender por qué yo tanto y otros tan poco. El Padre espera de mí que sea hermano, que comparta. Lo que se me ha dado, se me ha dado para todos. Yo tengo talentos para que haya talentos en el mundo. Y esto se aplica al dinero, a la inteligencia, a la cultura, a las cualidades, a la capacidad de aconsejar, a la capacidad de consolar, a la habilidad, al tiempo de que disponemos... "Todo es vuestro, a vos, Señor, lo torno".

¿Cómo "lo tornamos" a Dios? Ofreciéndolo a sus hijos. Y no como generosidad, sino como algo debido. No es mío, es don, recibido para que todos lo tengan.

En este momento histórico en que miles de personas salen de su tierra porque en ella no pueden vivir y quieren entrar en "la nuestra", debemos pensar si acogerlos es un acto de caridad o de justicia.

La pregunta del letrado: "¿quién es mi prójimo?", era académica. Quería "justificarse", que le precisaran a quién tenía que amar y a quién no. La respuesta de Jesús es típica de Jesús: no responde a lo que le preguntan, sino a lo que deberían haber preguntado: "No se trata de quiénes son los demás, sino de quién eres tú". Tú eres el obligado, obligado con Dios. Tú eres el hermano, aunque los demás no se lo merezcan.

No me comporto con los demás como los demás se comportan conmigo, sino como el Padre se comporta conmigo. No servimos para que nos sirvan, no damos para que nos den sino porque nos han dado.

No se trata de que "el prójimo lo merezca", no se trata de saber "quién es mi prójimo". Yo soy el prójimo, yo soy el que amo, porque así es mi Padre.

Amar no es un afecto. Es estar dispuesto a servir a todos siempre. Amar es dar de comer, vestir, visitar, consolar, trabajar bien, respetar, perdonar, exigir... todo puede ser amar si lo que importa es el bien del otro.

Y así, es grande en el Reino de los cielos no el que tiene, sino el que sirve con lo que tiene. "Muchos primeros serán últimos, y muchos últimos, primeros". Para el mundo, el primero es el que más tiene; para el Reino, el primero es el que más sirve. Para el mundo, el primero es el más dotado; para el Reino, el primero es el más necesitado.

Este es el pecado del fariseo: creerse primero, cuando lo único que le pasa es que se espera mucho de lo que le han dado. Esta es la grandeza del publicano: que se sabe último. Esta es la grandeza de la humildad de los santos: que ven muy claro cuánto han recibido y saben -y es verdad- que responden de menos.

Nosotros pensamos en "primeros y últimos" como en quienes tienen muchos o pocos talentos. Pues bien, "primeros" son el Reino los que más usan sus Talentos en favor de los "últimos".

Y el ejemplo cumbre es Jesús: un primero en todo, un fuera de serie en inteligencia, en voluntad, en elocuencia, en compasión, en valentía... Pero es el primero del Reino porque sirvió con todo eso hasta darlo del todo, hasta dar la vida.

 

José Enrique Galarreta

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