DIOS NOS AMA: AMEMOS A LOS HERMANOS
José Enrique GalarretaMt 22, 34-40
Mateo y Marcos presentan este episodio en la última semana de la vida de Jesús, en el contexto de las polémicas con todos los poderes de Israel. Jesús ha escapado de la trampa de los fariseos acerca del tributo a César (que leíamos el domingo pasado), ha dejado clara la vida eterna, contra los saduceos que no creían en ella (recordemos que la mayor parte de los sacerdotes, al menos los sumos sacerdotes, eran saduceos ), y ahora se enfrenta a un doctor fariseo que le pregunta sobre el mayor mandamiento de la Ley. Mateo y Marcos son muy parecidos en la narración del suceso.
La pregunta es "de escuela", no religiosa sino académica. Los fariseos contaban seiscientos trece preceptos en La Ley, y había que saberlos y practicarlos todos. Jesús, una vez más, se sale de la discusión que le proponen y contesta "a lo que le debían haber preguntado".
Para ello combina dos textos del Antiguo Testamento: Deuteronomio 6,5 y Levítico 19,18, que dicen así:
"Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón,
con toda tu alma y con todas tus fuerzas"
"Amarás a tu prójimo como a ti mismo"
En el texto de Marcos se cita el Deuteronomio con un poco más de extensión:
"Escucha Israel: el Señor nuestro Dios es uno solo: amarás...."
y el letrado responde a Jesús corroborando (al parecer con entusiasmo) lo que dice Jesús:
"El letrado respondió:
- Muy bien, maestro; es verdad lo que dices, que el Señor es uno solo y no hay otro fuera de él, que amarlo de todo corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y los sacrificios"
y Jesús le responde:
"No estás lejos del Reino de Dios"
El texto tiene un paralelo magnífico en Lucas 10: 21-37, porque se expone la misma doctrina, pero explicándola con la estupenda parábola del buen samaritano.
Nos encontramos ante el corazón mismo de la revelación, de la esencia de la Buena Nueva. La Revelación de Jesús es un mensaje triple y único:
- Dios es amor.
- Amarás a Dios
- Amarás al prójimo.
Y las tres afirmaciones, en el fondo, son la misma.
Dios es amor
Es el centro de la Revelación de Jesús. La revelación de "ABBÄ". Conocemos sobradamente el tema. Este "cambio de Dios", la aceptación de "Abbá" es la diferenciación íntima del que ha entrado en el Reino. Ya nada va a ser igual: ni sus motivos para actuar, ni su oración... "Abbá" lo cambia todo.
No había llegado Israel a formular plenamente la justificación del Primer Mandamiento: "Amarás a Dios". Dios, por más ternura y compasión con que se le represente, sigue siendo para Israel ante todo "El Señor, el Amo, el Poderoso, el Altísimo", y de la religiosidad de Israel se desprende más el respeto y la sumisión, por más que los profetas lo presenten como padre y como enamorado. Amar al Todopoderoso, al "Señor de los Ejércitos", es casi una osadía.
Pero la revelación de Jesús pone punto final a esta distorsión. Podríamos formularla así:
"Amarás a Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas, con todo tu ser... porque Él te quiere así, más que tu Madre..."
El amor a Dios no se basa en la admiración, en el reconocimiento de su majestad... El amor a Dios es una respuesta: Amo a Dios porque me siento querido por Él. Ahí está la raíz del "mandamiento", y la esencia de la Buena Noticia. En el fondo, la Buena Noticia no es más que esto: "Dios te quiere, como te quiere tu madre, pero en infinito".
Esto es una experiencia interior, no un conocimiento intelectual. La conversión no es un arrepentimiento, un cambio de ideas, una decisión tomada por cálculo. La conversión es la consecuencia de un profundo sentimiento: sentirse querido por Dios cambia la vida, cambia el corazón. Ese cambio es la conversión.
Sentirse querido por Dios no por merecerlo sino por necesitarlo. Dios no me quiere porque soy bueno, justo, santo... Dios me quiere, sin más, como las madres quieren a sus hijos, no porque sean listos o guapos. Les quieren antes de nacer, sin conocerlos. Así me quiere Dios. Y ni siquiera mis pecados pueden cambiar a Dios. El amor de mi Madre es mucho más fuerte que mis pecados. Dios es Amor, esa es su Esencia. Este es el corazón de la Buena Noticia de Jesús. Y nuestra fe se basa en creerle.
Dios-amor es la esencia del mundo. Lo contrario del amor es la muerte total. Amar o morir. Amor o destrucción. La esencia del ser humano es la capacidad de construirse amando. El error es intentar hacer sociedad humana sobre otros cimientos: violencia, poder, justicia.
La justicia no es más que un sustituto jurídico o una consecuencia del amor. La justicia sola tampoco es humana. Nadie puede vivir de la justicia, porque en la esencia del ser humano está amasado el pecado, el error. Y la justicia no cura, no cambia al ser humano por dentro. La verdadera justicia está en dar a cada uno lo que le corresponde. Y a los hijos les corresponde amor, y a los pecadores, comprensión y posibilidad de redención... Y esto es ya más, mucho más que justicia.
La esencia del doble mandamiento es, por tanto, mucho más que un "mandamiento", con todo el sabor moralista que la palabra encierra; es la definición de la humanidad: hijos queridos de Dios que sólo queriéndose como hijos podrán realizarse.
Las lecturas de todos estos domingos terminarán en la fiesta de Cristo Rey con la "parábola" del juicio final. Y allí se nos dará otra clave importante de interpretación de todo esto:
- Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber? ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos o desnudo y te vestimos? ¿ cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?
Y el rey les dirá:
- Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis"
Ese "conmigo lo hicisteis" viene a ser la más profunda definición de "religión según Jesús". Ni siquiera importa que conozcas a Dios, que te des cuenta de que se lo haces a Él. Lo que importa es que lo hagas. Por esta razón se puede predicar la Buena Noticia a los budistas, los mahometanos, los ateos... y a cualquiera. Lo de Jesús es más que una religión convencional, va más al fondo.
Amarás al prójimo como a ti mismo
Como a ti mismo. La clave está en que no hay diferencia entre el amor que me tengo a mí y el que tengo a los demás. Esto se da entre hermanos, en la familia. Entre hermanos y en la familia usamos mejor la primera persona del plural que la primera persona del singular. Esto caracteriza a un matrimonio que se quiere de veras. Que rara vez dice "yo", sino "nosotros".
Esto es lo que diferencia a los cristianos. Saber quién es Dios, saber quién es el hombre, vivir para el bien de los demás. Saber y sentir que eso es la mejor manera de vivir para el propio bien. Es el egoísmo correcto, buscar mi mayor bien y descubrirlo en servir... y olvidarme de que busco mi bien. Es decir, realizarse en el amor, no en el odio, no en el triunfo sobre alguien... Y recordemos que todas las parábolas del Evangelio van en esta dirección. El Hijo pródigo, el Buen samaritano... Eso es entrar en el Reino.
Por eso, la proclamación unitaria de nuestra fe es: "Hemos descubierto (Jesús nos ha descubierto) el secreto de todo, el secreto de Dios y del mundo: el amor es el que mueve todo para bien. Aceptar ese Dios, ese hombre, ese modo de vivir; eso es el Reino.
Este es el mensaje preciso de Juan. Creo que es suficiente leer detenidamente este fragmento de su primera carta.
Queridos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor. En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene; en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él.
En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados. Queridos, si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros.
A Dios nadie le ha visto nunca. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud. En esto conocemos que permanecemos en él y él en nosotros: en que nos ha dado de su Espíritu. Y nosotros hemos visto y damos testimonio de que el Padre envió a su Hijo, como Salvador del mundo.
Quien confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios. Y nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él. Dios es Amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él. En esto ha llegado el amor a su plenitud con nosotros: en que tengamos confianza en el día del Juicio, pues como él es, así somos nosotros en este mundo. No hay temor en el amor; sino que el amor perfecto expulsa el temor, porque el temor mira el castigo; quien teme no ha llegado a la plenitud en el amor. Nosotros amemos, porque él nos amó primero.
Si alguno dice: « Amo a Dios », y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Y hemos recibido de él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano.
(1Jn 4:7‑21)
Es difícil aceptar que Dios ama. ¿Cómo lo podremos decir hoy a las víctimas de las guerras, a los que mueren de hambre en Africa, a los gamines de las ciudades de América...?
En el amor de Dios se cree, se cree mirando a Jesús. En Jesús conocemos cómo es Dios. Vemos cómo es Dios viendo a Jesús jugarse el prestigio por salvar pecadores, por curar leprosos, jugarse la vida por salvar a la adúltera, llegando hasta la misma cruz.
Más difícil aún vivir en el amor en un mundo de extraños, competidores... Para entenderlo bien, es imprescindible mirar cómo lo vivió el mismo Jesús: imperturbable servidor de todos los humildes, arriesgado sanador, recuperador de los despreciados, rompedor de tabúes a favor de extranjeros, marginados, mujeres, endemoniados ... Jesús no se siente enemigo de sus enemigos: ruega por ellos, llora porque no les puede ayudar.
Más difícil aún hablar de amor en una sociedad en que se mata, se secuestra, se amenaza en nombre de presuntos derechos conculcados de un pueblo que algunos sienten elegido, diferente, privilegiado. Arrogándose la representación exclusiva de ese pueblo, sin que ese pueblo se la haya dado, hay quienes se arrogan también el derecho sobre la vida, la libertad y las opiniones de muchos, incluso de personas que nada tienen que ver y son solamente víctimas fáciles, objetivos sin riesgo. Difícil tener corazón suficientemente fuerte para conservar el amor a los enemigos y no dejarse llevar por el deseo de la pura y seca justicia, perfectamente justificable y humano, pero inferior a las exigencias de Jesús.
Más difícil aún cuando otros, que no matan ni secuestran, prestan a los que matan y secuestran más apoyo que a los muertos, secuestrados y amenazados, y a las familias de éstos. Difícil convivir y más difícil aún amar, no sólo a los asesinos sino a sus amigos; porque como amigos de asesinos aparecen todos aquellos que no rechazan expresamente lo que hacen y se muestran más cercanos a ellos que a sus víctimas.
Más difícil aún celebrar la eucaristía con quienes están dispuestos a celebrarla con amigos y justificadores de asesinos. Y cuando quienes tienen alguna autoridad en la iglesia parecen dudar entre la defensa de los asesinados, secuestrados y amenazados y la justificación de las víctimas, más difícil todavía conservar la comunión y presumir que todo eso se hace por fidelidad a la palabra de Jesús.
Pienso que la radicalidad de Jesús fue precisamente una toma de postura radical a favor del que sufre y en contra del que hace sufrir. Y no hay mayor sufrimiento que perder la vida, no hay víctimas más víctimas que los inocentes que son privados de los más básicos derechos, hasta del derecho a vivir, sin estar algunos ni siquiera lejanamente implicados en los intereses o exigencias de sus asesinos.
Personalmente no me cabe duda alguna de que esos son los primeros que deben ser amados, defendidos y amparados, y que, si hay quienes no los consideran primeros en ese amor, defensa y amparo, esos tales padecen una profunda obcecación, que les hace confundir gravemente los criterios del evangelio, subordinándolos a otros criterios que a muchos nos parecen lejanos, ajenos, e incluso opuestos a los valores y criterios de Jesús.
José Enrique Galarreta