COSAS DE NATANAEL
Dolores AleixandreHacía aún poco tiempo que habíamos comenzado a caminar junto a Jesús, cuando un sábado en la sinagoga escuchamos en la lectura profética una parábola del libro de Ezequiel: en ella, un águila gigante y de poderosas alas, volaba al Líbano, arrancaba un esqueje del cogollo más alto de un enorme cedro y lo plantaba en otro lugar. El futuro de ese cedro, afirmaba el profeta, sería glorioso: echaría ramas frondosas, llegaría a ser un cedro magnífico y todos los pájaros vendrían a anidar en él y a cobijarse a su sombra (Ez 17,1-24).
A la salida de la sinagoga, Natanael a quien siempre atrae todo lo grandioso y espectacular, manifestó su admiración por las imágenes de la parábola que acabábamos de escuchar: tanto el poderío de aquella águila como la majestad del cedro, decía, le hacían comprender mejor lo que sería el Reino de Dios.
Jesús le escuchaba en silencio y en aquel momento no supimos interpretar si estaba o no de acuerdo con las opiniones de Natanael. Lo supimos más tarde, el día en que comparó el Reino con un grano de mostaza que es la más pequeña de todas las semillas y todos entendimos que, frente al poderío del cedro, él entendía de una manera distinta de Ezequiel el crecimiento del Reino.
Quizá por eso dijo en otra ocasión mientras contemplaba de lejos las murallas de la gran Jerusalén que su mayor deseo era cobijarla bajo sus alas, como hacen una gallina con sus polluelos, pero ella no había querido. Pero necesitábamos más tiempo de convivencia con él para irnos acostumbrando a su lenguaje y a sus sorprendentes opiniones y preferencias.
Hablaba con entusiasmo de Nazaret, su pueblo, aunque había escuchado más de una vez burlas sobre la humildad de aquella aldea perdida de Galilea y Felipe, que nunca se calla nada, contó un día en el grupo que, cuando Natanael le oyó hablar de Jesús y le dijo de dónde era, opinó con desconfianza: "¿Cómo va a salir algo bueno de un sitio como Nazaret? (Jn 1,46).
El pobre Natanael protestó avergonzado, diciendo que lo había dicho antes de conocer a Jesús y que no tenía nada en contra de Nazaret. Pero, a pesar de sus protestas, no conseguía ocultar sus preferencias y otro día al salir del templo, se le ocurrió decir: "Maestro, ¡mira qué sillares y qué edificios!"
A Jesús no debía haberle impresionado demasiado tanta magnificencia y comentó algo sobre la pronta ruina que iba a sobrevenir sobre todo aquello (Mc 13,1-2).
Y es que era extremamente reacio a quedarse en las formas y apariencias de las cosas o de las personas: su mirada perforaba las apariencias y era capaz siempre de intuir y detectar lo más escondido del corazón para encontrar allí semillas invisibles de bondad y de rectitud.
Quizá por eso se mostraba distante ante la fama o las pretendidas virtudes de quienes alardeaban de ser grandes orantes, penitentes o limosneros y se dejaba conmover en cambio por los pequeños gestos de oculta generosidad, como el de aquella pobre viuda que había echado en el cepillo del templo todo lo que necesitaba para vivir (Mc 12,41-44).
Se fijaba en todo, no pasaba por alto los pequeños detalles, como el de recomendar que el agua que se ofreciera para beber "a uno de esos pequeños" estuviera fresca (Mt 10,42).
Cuando le vimos un día arrastrado por las calles de Jerusalén, llevado de un poder a otro, recordamos lo que dijo el profeta Isaías hablando del Siervo de YHWH y lo vimos como un brote, como una raicilla de tierra árida, sin figura ni belleza (Is 53,2).
Pero los que hoy vivimos gracias a su resurrección de entre los muertos, sabemos por experiencia que su existencia sepultada en tierra como un granito insignificante de mostaza, se ha convertido en un gran árbol y en sus ramas pueden venir a cobijarse todos los pájaros.
Dolores Aleixandre
(Un tesoro escondido. Las parábolas de Jesús. Ed CCS)