LA VIDA
Matilde GastalverLlega el verano una vez más, es el tiempo esperado para el placer del descanso; dejar los relojes, retomar los libros pendientes, estrechar relaciones con las amigas y amigos, mirar despacio los amaneceres frescos o alargar las veladas para gozar las noches luminosas u oscuras.
Termino de entregar la memoria del curso y de alguna manera me he visto haciendo balances de muchas cosas. Son buenos los balances; hacer memoria de lo hecho, de nuestros objetivos en curso, o en la vida. Son momentos de desnudez, de asentir con humildad a lo poco que llegamos pese a nuestros esfuerzos y mirarlo de cara con serenidad, con paz. Sin sobrestimarnos, pero ofreciendo con gozo todo lo dado.
Con estos sentimientos y un hueco en horario, he sentido ganas de rezar, de ponerme ante lo sagrado. A cinco minutos de mi instituto tengo un convento de clausura y hacia ahí me he ido. A la monja del torno le ha sorprendido tanto el que quisiera entrar para orar, que ha ido a llamar a la superiora y ésta ha bajado a disculparse porque no era posible. Aún he seguido en el empeño de entrar en una iglesia vecina al convento; estaba cerrada. Entonces he entendido que el espacio sagrado era un banco de un jardín en el camino.
¡Cuántos edificios religiosos y qué pocos espacios abiertos al encuentro para lo sagrado! Pero, también, ¡cuántos sacerdotes y religiosas, y qué pocos pastores para vaciar el alma y compartir miedos o heridas, para encontrar acogida y apoyo! Será que esa es la vida, que nacemos solos y la vida nos fuerza a la soledad más rica, a saber que no hay un alma gemela, ni una conciencia idéntica, ni palabras tan ricas y puras que puedan dejarnos compartir lo más íntimo.
Los plateros majestuosos estaban ahí, ofreciéndome toda su sombra, y mil estallidos de pajarillos en su tarea matinal. De repente he podido ver. Ahí estaba lo sagrado, en todo, también en el ruido de coches y en el indigente que comía un bocadillo en el banco de enfrente.
Los plateros me empezaron a hablar en su silencio armonioso: esos gigantescos árboles estaban ahí, dejando caer cascarones grandes de la corteza de sus troncos que les habían acompañado todo el año. Caían pedazos de su cuerpo: el platero en su metamorfosis, entregando parte de su vida, se despojaba sereno y humilde ante mis ojos, sin pretensión ni de ser visto. Y yo ahí ante lo sagrado, viendo el Misterio.
En ese instante sentí presente a Jesús, el nombre propio que nosotros los cristianos usamos para hablar de quien vivió a Dios más adentro que sus propias entrañas, hasta decir: "el Padre y yo somos uno" En ese momento también yo gocé esa unidad; podría decir las mismas palabras de Jesús, y todo lo que vino después fue Paz, una Paz cargada de Presencia.
Violeta Parra puso versos bellos en su poema "Gracias a la Vida" que Mercedes Sosa cantó como nadie:
Gracias a la Vida que me ha dado tanto...
Me dio dos luceros que cuando los abro
perfecto distingo lo negro del blanco.
Y en el alto cielo su fondo estrellado
y en las multitudes el hombre que yo amo.
Descubrir en las multitudes al amado, eso es lo sagrado. Sentir que entre los apretujones de la vida una mano te roza y te electriza todo el cuerpo porque está cargada de Presencia.
Jesús vivió en las multitudes al Padre que amaba y del que se sentía amado; su plenitud se dio en las calles. Sus santuarios y templos fueron los encuentros, las comidas, las sanaciones. La Vida en todo, regalando Vida ante la venda de nuestros pobres ojos.
Matilde Gastalver