COSAS QUE NO ESTÁN EN JUEGO
Dolores AleixandreVenía de camino de mi finca junto al palmeral de Engadí y al atravesar la plaza de mi ciudad, Jericó, volví a sentir una vez más que mi presencia despertaba hostilidad y silencio entre mis paisanos.
Qué culpa tengo yo, pensé, de que mi negocio de aceite haya prosperado tanto. Es verdad que los olivares se los compré casi de balde a familias que estaban arruinadas y que soy implacable a la hora de cobrar lo que me deben, pero la gente debería gestionar mejor sus asuntos y si no han sabido hacerlo, no es cuestión mía.
Sé que me odian también porque mi habilidad y eficacia a la hora de cobrar los impuestos que nos exige Roma me ha convertido en jefe de publicanos, además de rico. Nadie parece reconocer mi valía y sé que muchos, aunque no tengan donde caerse muertos, me miran por encima del hombro aprovechando que me falta un palmo de estatura para imponer respeto.
Mientras me tomaba solo un vaso de vino en la taberna, oí que hablaban de aceite y lámparas y creí que murmuraban sobre mí, pero pronto me di cuenta de que comentaban una historia que había contado Jesús, un galileo itinerante que debía estar esos días en Jericó.
El cuento era sobre unas muchachas invitadas a una boda que esperaban la llegada del novio con sus lámparas encendidas. Como el novio se retrasaba, se quedaron dormidas y cuando oyeron en medio de la noche: "¡Llega el novio! ¡Salid a su encuentro!", las lámparas de algunas no se encendían porque les faltaba aceite y, mientras iban a comprarlo, las otras entraron al banquete y se cerraron las puertas.
A algunos no les había gustado la historia porque decían que las que tenían reserva de aceite hubieran debido detenerse a compartirlo con las otras; a mí en cambio, me pareció una reacción sensata: si algo he aprendido haciendo negocios es que hay que ser previsor, no distraerse de lo esencial y cazar al vuelo las ocasiones porque nada vuelve a ti si no lo atrapas al pasar.
Por la noche tuve un sueño angustioso: había bajado al sótano secreto donde guardo mis cofres llenos de monedas y me alumbraba con una lámpara casi vacía de aceite. Cuando estaba contando una vez más mi dinero, la lámpara se apagó y como el sótano está lleno de pasadizos, me perdí y no lograba dar con la salida. Iba palpando a oscuras las paredes con la sensación de que empezaba a faltarme el aire, cuando me desperté bañado en sudor.
Y a lo largo de una larga noche de insomnio, me di cuenta de que yo mismo, tan atento a los negocios, vivía a oscuras, entregado a asuntos que tendré que dejar a la hora de mi muerte, y tan vacío como mi lámpara de lo esencial para un verdadero hijo de Abraham: la justicia, la misericordia y la fe.
La vida pasaba ante mí como un cortejo nupcial, pero yo no podía unirme a ellos porque estaba encerrado a oscuras en un sótano, entretenido con mis inútiles posesiones.
Supe que necesitaba ver al hombre que había contado aquella historia y me eché a la calle cuando oí el rumor de la gente que le rodeaba. Con tal de distinguir su rostro, me subí a una higuera del camino y cuando pasó bajo ella, hizo lo último que yo esperaba: levantó los ojos y me llamó por mi nombre diciendo:
- "Zaqueo, baja enseguida, quiero comer en tu casa..."
Comió conmigo y cuando en la sobremesa le hice aquellas promesas que vaciarían mis arcas a favor de los pobres, sólo yo sabía que lo mismo que en su parábola, la voz que anunciaba la llegada del novio había alumbrado mis tinieblas y, sin detenerme ni un instante, había encendido mi lámpara y le había seguido para participar en su banquete.
El Reino se había cruzado en mi camino y yo no estaba dispuesto a dejarlo escapar ni a demorar su posesión.
Porque, con la sagacidad que me da ser un buen negociante, sé que hay cosas que no están en juego.
Dolores Aleixandre
(Un tesoro escondido. Las parábolas de Jesús. Ed CCS)