MEDELLÍN, RUMBO HACIA LA LIBERACIÓN (I)
Juan José TamayoA lo largo de varios artículos voy a analizar la significación histórica de efemérides tan significativa como la II Conferencia del Episcopado Latinoamericano celebrada en Medellín (Colombia) hace 50 años, que inició un nuevo paradigma teológico y eclesial, puso a la Iglesia latinoamericana rumbo a la liberación y convirtió el cristianismo liberador del continente en referente necesario e irrenunciable para las iglesias cristianas de todo el mundo, especialmente para las Iglesias del Sur Global, con importantes repercusiones en los diferentes campos del saber –ciencias sociales y políticas, antropología, teología–, y del quehacer humano –político, económico, social, cultural y religioso–.Iré dando información precisa y detallada, asimismo, de mi participación en algunos de congresos sobre Medellín en los que participaré en Quito, Medellín y Bogotá.
1. Medellín: cambio de paradigma eclesial
¿Acontecimiento perdido en la noche de los tiempos?
Han pasado cincuenta años de la celebración de la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, que tuvo lugar en Medellín (Colombia) Algunos pensarán que se trata de un acontecimiento del pasado, perdido en la noche de los tiempos, que nada tiene que aportar o decir hoy, y menos aún de cara al futuro. Y lo mejor que puede hacerse es dejarlo en manos de los historiadores para que lo incluyan en sus historias de la Iglesia latinoamericana como momentos puntuales de su itinerario, pero nada más. Quienes así opinan creen que hay que olvidarse de dicha efemérides y mirar hacia adelante intentado responder a los nuevos desafíos que nos depara el cambio de época que estamos viviendo. Así piensan algunos sectores cristianos posmodernos.
¿Pesadilla de la que hay que liberarse?
Habrá quienes crean que Medellín fue una pesadilla que ha durado demasiado tiempo y de la que ya es hora de liberarse, o de una página incómoda del calendario “liberacionista” que hay que arrancar o pasar deprisa, para volver a la Iglesia de Cristiandad, donde todo estaba en su sitio: los religiosos y religiosas practicaban la obediencia; los teólogos seguían las orientaciones del magisterio eclesiástico; los cristianos acataban sumisamente las directrices de sus pastores hasta en sus más mínimos detalles; las verdades de la fe eran incontrovertibles; la Iglesia se dedicaba a cultivar su parcela religiosa, sin injerirse en la vida política y social, y menos aún en la economía, como hace ahora sin ton ni son.. Así pensarán algunos sectores cristianos que identifican –o al menos asocian– el cristianismo con el modelo de cristiandad.
¿Control de la aplicación de Medellín?
No faltarán quienes sigan recordando y citando a Medellín con profusión, pero haciendo de dicho acontecimiento una interpretación preconciliar y antiliberadora y controlando su aplicación para evitar –dicen– que se vaya más allá de donde quiso llegar aquella Conferencia. Es una posición netamente eclesiástica, que consiste en citar los documentos reformadores del magisterio papal y episcopal, pero dándoles hábilmente la vuelta y haciéndoles decir justamente lo contrario a lo que dicen. Así opera un importante sector conservador dentro de la Iglesia hoy.
Importancia de Medellín, ¿solo para América Latina?
Otros reconocerán la importancia y significación especiales de Medellín, pero limitándolas a América Latina y creyendo que sus planteamientos poco o nada pueden aportar a otros continentes donde la problemática y los desafíos son diferentes. En el fondo se trata de una postura autosuficiente que no admite lecciones de nadie, porque cree que las suyas son las mejores. Y, en el caso de América Latina, con más motivo, ya que –se dice– fue un continente "descubierto" (¿?) y "evangelizado" por nosotros (¿?). Además, es pobre en todos los aspectos y poco puede enseñarnos en ninguna materia. Vuelve a repetirse la reacción de sus conciudadanos ante Jesús: "¿De Nazaret puede salir algo bueno?".
Medellín, entrada en la mayoría de edad de la Iglesia latinoamericana
Mi punto de vista difiere sustancialmente de las posiciones que acabo de describir. Medellín es uno de los acontecimientos más relevantes del cristianismo latinoamericano en toda su historia. Es la entrada en “la mayoría de edad de la Iglesia latinoamericana”…, el acta de nacimiento de una Iglesia adulta. Las viejas cristiandades protectoras deberán tomar nota de este acontecimiento. América Latina se ha descubierto a sí misma, ha comprobado el vigor interno y la radical originalidad que ya intuía, y es de esperar que en adelante querrá ver respetado el gozoso descubrimiento de su propia personalidad”[1].
Cambio de rumbo
En Medellín se pasó del paradigma de una Iglesia colonial a una Iglesia liberadora. A ello cabe añadir como elemento fundamental de su significación histórica que tuvo importantes repercusiones en todos los ámbitos de la vida de ese continente más allá de la esfera religiosa: social, político, económico, cultural, étnico, y en otros entornos religiosos geoculturales y políticos, más allá de América Latina.
En otras palabras, cambió el rumbo de la Iglesia latinoamericana, que venía de una larga etapa de cristiandad colonial, orientándola hacia la liberación y el diálogo interreligioso en un continente caracterizado por un amplio pluriverso étnico y religioso. La liberó de la vieja hipoteca colonial y le devolvió la faz profética de los grandes evangelizadores defensores de las comunidades indígenas: Bartolomé de Las Casas, Antonio Montesinos, Antonio Valdivieso, Vasco de Quiroga, etc. Se dejaron oír en toda su radicalidad las voces de estos profetas a través de las intervenciones de los proféticos obispos latinoamericanos reunidos en aquella memorable Asamblea, que inauguraron un nuevo magisterio social bajo la guía ético-evangélica e la opción por los pobres. .
Medellín constituye una referencia obligada para los países latinoamericanos porque defiende sin ambages los derechos humanos al tiempo que denuncia sus violaciones, propicia la democratización del continente al tiempo que critica las tendencias dictatoriales, aboga por un modelo de desarrollo solidario al tiempo que critica al capitalismo, devuelve a esos países a sus propias raíces e identidades culturales, al tiempo que los orienta hacia la nueva civilización que entonces estaba gestándose.
Vigencia de Medellín
El mensaje de Medellín no sólo no está superado, sino que en muchos aspectos se ha quedado en el papel y no se ha puesto en práctica. Peor aún, el propio Vaticano, con el apoyo de influyentes sectores de la jerarquía eclesiástica latinoamericana, e incluso del Pentágono, no cesaron de obstaculizar su proyecto liberador y de denunciar a quienes, fieles al magisterio episcopal latinoamericano y al Vaticano II, intentaron convertirlo en criterio de su reflexión teológica y de su actuación pastoral.
Yo creo que los documentos de Medellín siguen siendo, todavía hoy –y lo serán más en el futuro–, una buen programa para la renovación de las instituciones eclesiales, un aliciente para continuar la reflexión teológica de la liberación en sus diferentes y creativas tendencias y una buena guía para la regeneración de la vida política y de la actividad económica en América Latina. Conserva, por tanto, la misma actualidad o mayor que cuando se celebró. Eso sí: sus textos deben ser leídos, interpretados y actualizados mirando al futuro y atendiendo a los cambios producidos en el mundo y en las propias sociedades del continente en los cincuenta años siguientes a su celebración.
Diría más: Medellín anticipó en treinta años la entrada de la Iglesia latinoamericana en el siglo XXI. De no haber sido por aquel encuentro episcopal, aquella Iglesia se hubiera quedado no ya en el siglo XX –donde cultural y religiosamente apenas estuvo–, sino en el XIX.
Lectura del Concilio Vaticano II a luz de la realidad latinoamericana
Juan XXIII: Iglesia de los pobres
Al finalizar el Concilio Vaticano II, el obispo chileno Manuel Larraín, entonces presidente del CELAM, tuvo la feliz idea de celebrar un encuentro de obispos latinoamericanos para analizar la realidad del continente desde la perspectiva del Vaticano II. “Lo que hemos vivido –afirmaba–, es impresionante, pero si en América Latina no estamos atentos a nuestros propios signos de los tiempos, el Concilio pasará al lado de nuestra Iglesia y quién sabe lo que vendrá después”.
Aquella idea se materializó en la celebración de la II Conferencia del Episcopado Latinoamericano celebrada en la ciudad colombiana de Medellín en1968, que tuvo el acierto de asumir la propuesta que hiciera Juan XXIII en vísperas del Concilio: “La Iglesia se presenta para los países subdesarrollados, como es y quiere ser: como la Iglesia de todos y, particularmente, la Iglesia de los pobres”. Fue en Medellín donde cobraron sentido y tuvieron su concreción histórica la opción por los pobres y el diseño de una Iglesia de los pobres.
De hecho, la intención de la Conferencia de Medellín era aplicar la reforma conciliar de la Iglesia a la realidad latinoamericana, como estaban haciendo otras iglesias nacionales. Pero en el caso de América Latina, observa certeramente Gustavo Gutiérrez, el contacto con la realidad invirtió la orientación de la Asamblea episcopal y el resultado fue: la Iglesia del Vaticano II a la luz de la realidad latinoamericana”[2].
Aplicación creadora del Vaticano II
Sucedió entonces que Medellín acogió y aplicó el Concilio no miméticamente, sino con fidelidad creadora, extraordinaria madurez y e inusitada originalidad. Siguiendo el análisis de Jon Sobrino, puede afirmarse que el Vaticano II hizo posible Medellín y este a su vez potenció a aquel, lo enriqueció e incluso lo transformó al descubrir y hacer realidad sus virtualidades, algunas de ellas previstas y otras imprevistas[3].
Gracias a Medellín, el Vaticano II tuvo en América Latina una buena acogida en el pueblo creyente que vio en el Concilio una esperanza popular para la transformación eclesial y la liberación de los pueblos oprimidos. Medellín interpretó el Concilio como una llamada a la mayoría de edad eclesial y como una invitación a asumir la propia realidad, a vivir la fe en su propio entorno y momento histórico y a hacer teología contextual.
Injusticia estructural y dolorosa pobreza
En su análisis de la realidad, constata “la existencia de tremendas injusticias sociales en América Latina, que mantienen a la mayoría de nuestros pueblos en una dolorosa pobreza cercana en muchísimos casos a la inhumana miseria” (La pobreza en la Iglesia, n. 1). Son millones los seres humanos que se encuentran marginados y excluidos de la sociedad y no son dueños de su propio destino. Se trata de un hecho colectivo de gran magnitud que Medellín califica de “injusticia que clama al cielo” (Justicia, 1), de un “sordo clamor” que “brota de millones de hombres (sic)” que esperan “una liberación que no les llega de ninguna parte” (La pobreza en la Iglesia, n. 2).
Anhelo de liberación de toda servidumbre, en el umbral de una nueva época histórica
La constatación de la injusticia estructural, empero, no impide ver los signos de esperanza. Muy al contrario. Medellín es consciente de que América Latina se encuentra “en el umbral de una nueva época histórica… llena de anhelo de una emancipación total, de liberación de toda servidumbre, de madurez personal y de integración colectiva”. Si de la situación de pobreza dice proféticamente que es una injusticia que clama al cielo, de los signos de esperanza de liberación afirma que son “un evidente signo del Espíritu” y descubre en la voluntad de transformación “las huellas de la imagen de Dios en el hombre (sic) como un potente dinamismo”. Por eso sus análisis críticos de la realidad no son iconoclastas ni catastrofistas, sino abiertos a la esperanza de transformación.
Autocrítica
Los obispos reunidos en Medellín fueron sensibles a dicha situación e hicieron autocrítica reconociendo su responsabilidad no pequeña en dicha situación por el anti-testimonio de la jerarquía, el clero y los religiosos, a quienes los pobres ven como “ricos y aliados de los ricos” y “sienten que sus obispos, sus párrocos y religiosos no se identifican realmente con ellos, con sus problemas y angustia, que no siempre apoyan a los que trabajan con ellos o abogan por su suerte” (La pobreza en la iglesia, n. 3).
No puedo ocuparme aquí de los aportes de Medellín en todos los campos. En los próximos artículos me centraré en tres: las Comunidades eclesiales de base (CEB), la reflexión teológica y la crítica del colonialismo.
2. La Iglesia se articula en torno a las comunidades de base
Medellín ha tenido una importancia fundamental en el desarrollo y evolución de las CEB. Mientras estas eran consideradas un movimiento marginal y subterráneo en Europa y U.S.A., y estaban perseguidas por sus jerarquías, la Conferencia Episcopal de Medellín reconoció su plena eclesialidad y las convirtió en el quicio de la acción pastoral. Desde entonces fueron en muchas diócesis el elemento comunitario enucleador que sustituyó a la estructura jeráquico-patriarcal de la Iglesia latinoamericana.
Antes de Medellín, las comunidades de base constituían ya un fenómeno sociológico, teológico y pastoral ampliamente difundido, con una presencia significativa en la Iglesia y la sociedad latinoamericanas. Algunos obispos las habían promovido, animado e incluso privilegiado como motor de renovación eclesial y cauce prioritario de evangelización liberadora. Veamos un ejemplo. En el encuentro de pastoral de la diócesis brasileña de Crateús celebrado en 1967, siendo obispo Dom Antonio Fragoso –uno de los firmantes del “Pacto de las Catacumbas” en 1965-, se aprobó la siguiente propuesta: "La comunidad de base es una respuesta a las exigencias de renovación de la persona. La educación y la responsabilidad sólo son posibles en grupos pequeños".
Partiendo de este principio, la diócesis de Crateús se propuso tres prioridades pastorales: a) la Iglesia se articula en torno a las comunidades de base; b) la educación en la fe tiene lugar en el seno de esas comunidades; c) la vida de las comunidades comporta la creación de ministerios eclesiales que han de ser ejercidos por los cristianos de cada comunidad. ¡Era algo eclesialmente revolucionario que tenía lugar en Brasil hace algo ma´s de 50 años!
Según el certero análisis de José Marins, gran conocedor y animador de las CEB en América Latina, lo que marcó realmente su nacimiento fue “la preocupación de evangelizar en un continente de bautizados, sin contacto permanente con la vida sacramental, con la palabra de Dios, y contacto comunitario de los bautizados entre ellos […]. Juntamente con esa preocupación evangelizadora y partiendo de ella, se sintió la responsabilidad de mirar a la realidad global del mundo haciendo que los cristianos entrasen en la tarea de liberación del mundo, comprometiéndose con los más pobres e injusticiados. Por eso también aparecieron comunidades eclesiales de base y de modo más intenso en las áreas más desafiantes, cuando el hombre (sic) estaba aplastado por las condiciones adversas”[4].
Las comunidades eclesiales de base, "factor primordial de promoción humana”
El acto magisterial más explícito y de mayor autoridad pastoral que dio carta de ciudadanía eclesial y reconoció a las CEB fue precisamente Medellín, que define la vivencia cristiana de la comunidad no de manera abstracta e idealista, sino a partir de la “comunidad de base” en estos términos: “La vivencia de la comunión a que ha sido llamado debe encontrarla el cristiano en su ‘comunidad de base’, es decir, una comunidad local o ambiental , que corresponda a la realidad de un grupo homogéneo, que tenga una dimensión tal que permita el trato personal fraterno entre sus miembros” (Pastoral de Conjunto, n. 10).
La acción pastoral propuesta por Medellín se orienta al fomento de dichas comunidades: “El esfuerzo pastoral de la Iglesia debe estar orientado a la transformación de esas comunidades en ‘familia de Dios’, comenzando por hacerse presentes en ella como fermento mediante un núcleo, aunque sea pequeño, que constituya una comunidad de fe, de esperanza y de caridad” (Pastoral de Conjunto, n. 10).
Entre las tareas eclesiales y sociopolíticas a asumir por las CEB cita las siguientes: responsabilizarse de la riqueza y expansión de la fe y del culto; ser "célula inicial de estructuración eclesial y foco de evangelización"; actuar como "factor primordial de promoción humana y desarrollo". Medellín resalta la función de los líderes y dirigentes de las comunidades, que pueden ser sacerdotes, diáconos, religiosos/as o laicos y que han de asumir responsabilidades "en un clima de autonomía" (ibid. 11, subrayado mío). Autonomía es otra palabra realmente revolucionaria en el marco de una Iglesia en la que las personas creyentes tenían que someterse, por imperativo divino, a las órdenes –con frecuencia castrenses- de los jerarcas. El texto coloca al mismo nivel el protagonismo de sacerdotes y religiosos/as que del laicado.
Las comunidades cristianas de base han de estar abiertas al mundo y plenamente insertas en él, sin caer en los dualismos Iglesia y mundo, historia humana e historia de la salvación. En consecuencia, han de ser “el fruto de la evangelización, así como el signo que confirma con hechos el Mensaje de Salvación” (Catequesis, n. 10).
Medellín afirma la necesidad de formar el mayor número de comunidades en las parroquias, especialmente rurales, o en zonas urbanas de marginación, con estas características: estar basadas en la palabra de Dios; realizarse en la celebración eucarística, en comunión con el obispo y bajo su dependencia; tener sentido de pertenencia y conciencia de una misión común; participar activa y conscientemente en la vida litúrgica y en la convivencia comunitaria.
El apostolado de los laicos tendrá mayor transparencia de signo y mayor densidad eclesial si está apoyado en comunidades de fe, a través de las cuales acontece la Iglesia "en el mundo, en la tarea humana y en la historia" (ibid., n. 12). De nuevo otra idea revolucionaria. La Iglesia deja de ser el centro y se convierte en mediación. Su lugar es el mundo; su ubicación, la historia; su misión no se agota en ella misma, sino que se vincula con la tarea humana.
A partir de Medellín, las CEB ocuparon un lugar relevante –preferente, diría mejor- en la eclesiología latinoamericana de la liberación. Ellas han asumido una doble tarea: re-inventar, re-engendrar nuevamente la Iglesia como comunidad de comunidades desde la experiencia de los pobres e integrarse en los procesos de liberación.
“Focos de evangelización y motores de liberación”
Once años después, la III Conferencia del Episcopado Latinoamericano celebrada en Puebla de los Ángeles (México) continuó el magisterio de Medellín y constató la multiplicación y maduración de las CEB, que "se han convertido en focos de evangelización y en motores de liberación y desarrollo" (Documentos de Puebla, n. 56). Ve en ellas "una de las fuentes de nacimiento de ministerios laicales: presidentes de asambleas, responsables de comunidades, catequesis, misioneros" (n. 57).
Entre las funciones que Puebla asigna a las CEB, he aquí las más importantes:
. Constituyen un ambiente propicio para el surgimiento de nuevos servicios laicos;
. En ellas se difunde la catequesis familiar y la educación en la fe de los adultos en formas más adecuadas al pueblo sencillo;
. Se acentúa el compromiso con la familia, el trabajo, el barrio y la comunidad local;
. Los cristianos pueden vivir una vida más evangélica en el seno del pueblo;
. Interpelan las raíces egoístas y consumistas de la sociedad y ofrecen un valioso punto de partida en la construcción de la nueva sociedad;
. Son expresión del amor preferente de la Iglesia por la gente sencilla;
. En ellas se expresa y purifica la religiosidad;
. Posibilitan la participación en la acción eclesial y en el compromiso de transformación del mundo;
. Deben constituir un ejemplo de convivencia donde se aúnen libertad y solidaridad, se viva una actitud diferente ante la riqueza, se ensayen formas nuevas de organización y estructuras más participativas.
Comunidades eclesiales de base, aplicación creativa de la eclesiología comunitaria del Concilio Vaticano II
Efectivamente, el reconocimiento de Medellín a las CEB ha tenido importantes y muy positivas repercusiones en el cambio de estructuras dentro de la Iglesia católica, que comenzó a articularse en torno a los carismas, y no desde la jerarquía, que otrora constituía su principio rector y vertebrador. Era la aplicación creativa de la eclesiología comunitaria formulada por el Concilio Vaticano II en el capítulo II de la Constitución Luz de las Gentes: “Quiso… el Señor santificar y salvar a los hombres (sic) no individualmente y aislados entre sí, sino construir un pueblo que le conociera en la verdad y le sirviera santamente” (n. 9).
La Iglesia latinoamericana deja de girar en torno a los binomios clérigos/laicos, Iglesia docente/Iglesia discente, jerarquía/pueblo y se articula en torno al binomio comunidad/ministerios. Los seglares asumen el protagonismo dentro de las CEB y ejercen los diferentes carismas al servicio del pueblo y de la comunidad. Un protagonismo que no debe entenderse como concesión graciosa de la jerarquía al pueblo cristiano o del clero a los laicos, sino que emana de la igualdad de los cristianos y cristianas por el bautismo, de la común pertenencia a la misma comunidad de fe y de la necesaria corresponsabilidad.
El capítulo II de la Luz de las gentes, que, al decir de monseñor Suenens, cardenal-arzobispo de Brujas-Malinas (Bélgica) y uno de los principales impulsores de la reforma eclesial, supuso una “revolución copernicana” en la eclesiología, apenas contaba con cauces eficaces de participación de los seglares, ya que se veían obstruidos por el capítulo III de la misma Constitución, que destacaba la “índole jerárquica de la Iglesia”. Volvía a reproducirse el paradigma jerárquico-piramidal anterior al Concilio.
Creo que puede afirmarse que la “revolución copernicana” de la que hablaba el cardenal Suenens se hizo realidad con el movimiento de las comunidades cristianas de base surgidas primeras en América Latina y desarrolladas muy pronto en otras Iglesias locales de todo el mundo.
La eclesiología de comunión de las CEB lograba desbloquear el doble registro de la eclesiología conciliar y evitaba las rupturas y desencuentros producidos en las iglesias europeas entre la jerarquía eclesiástica y los movimientos cristianos comunitarios de base. La opción de Medellín por las comunidades de base como elemento eclesial fundamental, focos de evangelización y motores de evangelización evitaba tanto la ruptura jerarquía/base como la yuxtaposición de dos paradigmas enfrentados u opuestos.
Jerarquía y CEB son dos dimensiones de la única Iglesia, que se interpelan evangélicamente, se fecundan, enriquecen y convergen en el horizonte del Reino de Dios y en el servicio liberador a las personas y colectivos empobrecidos.
“Eclesiogénesis: las comunidades de base reinventan la Iglesia”
Una década después de Medellín y tras el crecimiento y la consolidación de la experiencia de las comunidades eclesiales de base, Leonardo Boff desarrolló teológicamente el nuevo paradigma eclesial comunitario bajo el título “Eclesiogénesis: las comunidades de base reinventan la Iglesia”[5]. Estas comunidades representaron una nueva experiencia de comunidad y fraternidad cristianas, que no solo no se distancian del movimiento igualitario de Jesús de Nazaret y del cristianismo originario, sino que se sitúan “dentro de la más legítima y antigua tradición”, como reconoce Boff.
Las comunidades de base no responden a una moda pasajera, sino que constituyen una respuesta específica a los nuevos desafíos culturales y políticos y a la nueva conciencia eclesial. Nueva conciencia eclesial que ya no tiene su base en el clero, “esa especie que desaparece”, como dijera Ivan Illich en su memorable artículo de 1965, ni tampoco en un sacramentalismo desvinculado de la lucha por la justicia, sino en la dimensión comunitaria, constitutiva de la Iglesia, y en el compromiso por la liberación. En sus análisis de la década de los setenta y ochenta del siglo pasado, Boff distinguía con gran lucidez sociológica y teológica dos modelos de Iglesia: el integrado en la clase hegemónica y el encarnado en las clases oprimidas. En el primer modelo, la Iglesia en su doble dimensión: religiosa-eclesiástica (institución) y eclesial-sacramental, se ajusta a los intereses de las clases hegemónicas y ejerce la función ideológica legitimadora de los diferentes poderes: económico, jurídico-político y cultural, que conforman el orden o, mejor, el desorden imperante.
En el segundo modelo, la Iglesia deslegitima a las clases dominantes, se pone del lado de las personas, clases sociales y colectivos oprimidos y acompaña sus luchas de liberación haciéndolas suyas, respetando, eso sí, el protagonismo del pueblo organizado. A su vez lleva a cabo una restructuración interna conforme al ideal evangélico. Ello exige una ruptura con las tradiciones eclesiásticas hegemónicas.
Boff habla de la “emergencia de una Iglesia popular con características populares”. Es a este fenómeno al que Boff llama “una verdadera eclesiogénesis”, que se realiza en las bases de la Iglesia y de la sociedad, es decir, entre las clases oprimidas, depotenciadas religiosamente (sin poder religioso) y socialmente (sin poder social)” (p. 62).
La novedad del fenómeno de las comunidades eclesiales de base radica en que rompen con el monopolio del poder social y religioso e inauguran un nuevo proceso religioso y social de estructuración de la iglesia y de la sociedad. Ahora bien, Boff matiza que “la génesis de una nueva iglesia no es diversa de la de los Apóstoles y de la Tradición”. Y así es: se encuentran en continuidad con el movimiento de Jesús de Nazaret, las primeras comunidades cristianas y los movimientos proféticos que conforman la tradición liberadora del cristianismo. Es ahí donde se produce la verdadera sucesión apostólica, y no en el papado romano, que difícilmente –por no decir imposible- puede apelar a Jesús de Nazaret y a su movimiento igualitario.
Las características de la Iglesia de base encarnada en las clases oprimidas son, según Boff, las siguientes: pueblo de Dios, Iglesia de los pobres y débiles, de los expoliados, de los seglares, o koinonía de poder, toda ella ministerial, de diáspora, liberadora, que sacramentaliza las liberaciones concretas, prolonga la Gran Tradición, está en comunión con la gran Iglesia, construye la unidad a partir de la misión liberadora, con una nueva concreción de su catolicidad, toda ella apostólica y realizadora de un nuevo estilo de santidad (Eclesiogénesis. Las comunidades de base reinventan la Iglesia, 61-73).
Hoy es necesario ampliar el análisis socio-económicio-eclesial de Boff, visibilizar y luchar contra las diferentes discriminaciones de que son objetos las personas más vulnerables y los grupos humanos marginados por razones de género, etnia, cultura, clases social, identidad afectivo-sexual, pertenencia religiosa, procedencia geográfica, etc. Hay que crear comunidades eclesiales inclusivas de las personas y los colectivos afectadas por las discriminaciones indicadas, evitando toda tentación de homofobia y xenofobia y de imponer la heteronormatividad y la binariedad sexual, en la que tristemente incurren con frecuencia las jerarquías eclesiásticas y los movimientos cristianos conservadores.
3. Aliento a la Teología de la Liberación
La asamblea de obispos latinoamericanos celebrada en Medellín no fue una Conferencia teológica en sentido estricto. Tanto las ponencias como la orientación general tuvieron un carácter sociológico y pastoral, pero bajo la guía de un importante grupo de teólogos que asesoraron a los obispos y participaron en la elaboración de los documentos finales. El método seguido fue el inductivo. La primera ponencia estuvo a cargo del sociólogo brasileño Alfonso Gregory, quien ofreció una “Visión socio-gráfica de América Latina”. En su análisis sociológico Gregory destacó tres fenómenos que iban a marcar las prioridades a seguir en el trabajo pastoral: la marginalidad en la que vivía la mayoría de la población, sobre todo en el continente dentro del contexto mundial, la consiguiente violencia institucional del sistema y la contra-violencia por reacción.
Con Medellín la Iglesia católica superó tanto la larga etapa colonial, durante la que teológicamente, salvo excepciones, fue el remedo de una teología neo-escolástica decadente, como la etapa desarrollista, que entonces estaba gestándose, y entró en la órbita de la liberación como respuesta al principal desafío del continente latinoamericano, que era la necesidad de transformar las estructuras injustas generadoras de pobreza y opresión entre las mayorías populares. Era la respuesta al “sordo clamor de millones de hombres (sic), pidiendo a sus pastores una liberación que no les llega de ninguna parte” y “a las “quejas de que la jerarquía, el clero, los religiosos, son ricos y aliados con los ricos” (La pobreza en la Iglesia, nn. 1 y 3).
Si el Concilio Vaticano II instaba a los cristianos y las cristianas a estar presentes en el mundo como levadura en la masa y a hacer creíble la fe testimonialmente entre las personas no creyentes, Medellín llamaba al cristianismo latinoamericano a estar presentes en el mundo de la pobreza y hacer creíble la fe optando por los pobres a través de la presencia en los movimientos de liberación. Fue la impronta de los pobres, seña de identidad de Medellín, la que hizo suya en las décadas siguientes la teología de la liberación, que logrará reconocimiento y credibilidad no solo en América Latina, sino en otras latitudes, no solo en el entorno eclesial, sino también el social, no solo en la teología, sino en otras disciplinas como las ciencias sociales.
Con Medellín la teología latinoamericana recuperó amplios espacios de libertad, se encaminó por la senda de la liberación y se abrió al pensamiento crítico en la línea del Vaticano II: “El espíritu crítico más agudizado la purifica (a la vida religiosa) de un concepto mágico del mundo y de residuos supersticiosos, exigiendo cada vez más una adhesión verdaderamente personal y operante de la fe, lo cual hace que muchos alcancen un sentido más vivo de lo divino” (Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el Mundo Actual, n. 7).
Ser teólogo o teóloga no puede reducirse a corear las consignas del magisterio eclesiástico, ni a glosar acríticamente los documentos episcopales o papales, sino que lleva a repensar críticamente la fe para dar razón de ella en cada contexto histórico. Sucedió, sin embargo, que cuando las teólogas y los teólogos latinoamericanos comenzaron a ejercer dicha función, la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, bajo la presidencia del cardenal Ratzinger, puso en marcha rígidos controles, sospechas y procesamientos que terminaron en dolorosas condenas y sanciones, pero nunca en rupturas por parte de las personas sancionadas.
Dos de los casos más significativos fueron las dos condenas de la Congregación para la Doctrina de la Fe al teólogo brasileño Leonardo Boff por. La primera fue en 1984 con la imposición de un tiempo de silencio. La segunda, 1992, que Boff califica de “más humillante que la primera”, ya que le impusieron una censura previa a todos sus escritos, le separaron de la cátedra por tiempo indefinido, destituyeron a toda la dirección de la revista Vozes y le impusieron una censura a ella y a sus revistas. “Me dejaron sin palabra, sin voz. Y eso para un teólogo, para un intelectual, es como una mutilación de los órganos genitales. Me condenaban al silencio, a la invisibilidad. Era como retirarme el aire para respirar. Y no acepté”[6].
Quien condenó al teólogo brasileño fue el cardenal Ratzinger, que, en apenas tres lustros pasaba de mecenas a detective, ya que, como el propio Boff confiesa, cuando terminó la tesis doctoral en Munich, Ratzinger le dio 14.000 marcos para su publicación porque la consideraba una gran aportación teológica en eclesiología y sacramentos. “Después, me impone silencio y me prohíbe publicar –recuerda con sorpresa Boff- Son las paradojas tan frecuentes en las relaciones entre las personas”[7].
Con dichas condenas se estaba amonestando a cuantos teólogos y teólogas -también europeos, norteamericanos, asiáticos y africanos- transitaban por las sendas de la libertad y la liberación abiertas por el Concilio Vaticano II y Medellín. Efectivamente, no tardaron en llegar las condenas de otras tendencias teológicas como la teología feminista y la teología de las religiones. Antes se había producido la retirada del reconocimiento como “teólogo católico” a Hans Küng y otros colegas europeos.
La teología latinoamericana, en buena medida por influencia de Medellín, dejó de ser simple remedo de la teología europea –fuera esta conservadora o progresista-, adquirió identidad propia y fue capaz de responder con rigor metodológico, hermenéutica liberadora, epistemología socialmente ubicada en el mundo de las personas y los colectivos empobrecidos, fuerza profética y respuesta a los desafíos de la realidad latinoamericana, entre los cuales cabe citar: la pobreza estructural, la múltiple opresión de las mujeres, la multisecular marginación de las culturas indígenas, campesinas y afrodescendientes, el colonialismo interno y el neocolonialismo externo.
Medellín ayudó a descubrir la importancia del lugar social de la teología, cuestión casi descuidada hasta entonces por considerarlo irrelevante, ya que lo que importaba era elaborar una teología formalmente rigurosa. El lugar social condiciona la orientación, la epistemología, la metodología y los propios contenidos de la teología. Ciertamente, no todos lugares sociales son igualmente válidos para hacer teología. Hay uno privilegiado, el de los pobres y excluidos, y no caprichosamente, sino porque es el lugar donde se ubican la revelación de Dios en la historia y el mensaje y la praxis histórica de Jesús de Nazaret, el Cristo Liberador.
La reflexión teológica no arranca de 0 ni se hace desde las nubes, sino que parte de una determinada pre-comprensión, de una opción fundamental y responde siempre a unos intereses, en este caso emancipatorios. Lo que hicieron Medellín y posteriormente la teología latinoamericana de la liberación fue explicitarlos y concretarlos en el compromiso ético-evangélico por la opción por los pobres y en la emancipación de los pueblos oprimidos.
Los cincuenta años posteriores a Medellín han sido, sin duda, los más fecundos y creativos, teológica y eclesialmente hablando, del cristianismo latinoamericano con el nacimiento de la teología de la liberación como nueva manera de hacer teología, su evolución y el desarrollo de las nuevas tendencias en los nuevos escenarios religiosos, culturales, sociales, políticos, económicos globales y locales a partir de los nuevos sujetos históricos de transformación: teología feminista, teología indígena, teología afrodescendiente, ecológica, teología campesina, teología del pluralismo religioso, teología, queer, teología económica de la liberación, teo-poética de la liberación[8].
Juan-José Tamayo
Director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones “Ignacio Ellacuría”, de la Universidad Carlos III de Madrid.
[1] José Camps, “”Prólogo”, en Iglesia y liberación humana. Los Documentos de Medellín, Nova Terra, Barcelona, 1969, 8.
[2] Cf. Gustavo Gutiérrez, “La recepción del Vaticano II en América Latina”, en Giuseppe Alberigo y Jean-Pierre Jossua, La recepción del Vaticano II, Cristiandad, Madrid, 1987, 213-237.
[3] Cf. Jon Sobrino, “El Vaticano II y la Iglesia latinoamericana”, en Casiano Floristán y Juan José Tamayo (dirs.), El Vaticano II, veinte años después, Cristiandad, Madrid, 1985, 104-134.
[4] José Marins, “Comunidades eclesiales de base en América latina”: Concilium, n. 104 (1975), 33.
[5] Cf. Leonardo Boff, Eclesiogénesis. Las comunidades de base reinventan la Iglesia, Sal Terrae, Santander, 1979; id., … Y la Iglesia se hizo pueblo. “Eclesiogénesis”: la Iglesia que nace de la fe del pueblo, Sal Terrae, Santander, 1986.
[6]. Juan José Tamayo, Leonardo Bof. Ecología, mística y liberación, Desclée de Brouwer, Bilbao, 1999, 147.BilbaoBilbao, 1999.
[7]. Ibid., 150.
[8]. Para un desarrollo de estas tendencias teologías, cf. Juan José Tamayo, La teología de la liberación en el nuevo escenario político y religioso, Tirant Lo Blanch, València, 2011, 2ª ed.